Pese a las leyes adversas, resolvió llevar a cabo el proyecto de construir un parque en los terrenos que heredara de su padre.
Decidido, comenzó a trabajar en espiral desde su mismo centro, evitando así las miradas indiscretas de los vecinos. Segó con guadaña la tupida maleza, y luego cortó el pasto casi al ras del suelo con una máquina que ingresara al país de contrabando. Podó los árboles, cultivó hermosas flores en enormes y variados canteros, y sembró repetidas veces el campo de tiernas gramíneas. El río que cruzaba la propiedad se encargaba de arrastrar los restos de matorrales, ramas y troncos hacia otras regiones.
Al cabo de un tiempo, el claro que hiciera en el núcleo del ejido se extendió hasta sus límites. Las probabilidades de que lo descubrieran los vecinos o la gente que pasara por allí, aumentaban día a día. Sin embargo, amplió sistemáticamente el parque con incansable ritmo, sin preocuparse mayormente por el riesgo que corría.
La descubrió cuando trabajaba cerca de uno de los bordes, en una región todavía inexplorada donde la selva se cerraba hasta hacer imposible el paso del hombre. Era una planta singular, cuyo follaje, de un verde muy intenso, se encontraba oculto entre la espesura que la rodeaba e invadía desde abajo y por los cuatro costados. Sus flores, magníficas, apenas se percibían entre la maraña, dando la impresión que el entorno la estaba ahogando o que se encontraba muy a gusto, mimetizada con el mismo. No podía o no quería diferenciarse del resto de la vegetación. Él interpretó que sucedía lo primero, y comenzó a desbrozar el lugar, para poder contemplarla tal cual era. Arrancó ramas y enredaderas con cuidadoso esfuerzo, hasta lograr descubrir la planta en todo su esplendor.
Su forma era asombrosamente elegante, de una refinada belleza, y desprendía flores tan exuberantes debido a los colores que combinaban, como por la consistencia casi etérea de sus pétalos. El rojo bermellón salpicaba a un blanco níveo y a un bruno inquietante, difícil de observar sin turbación. En algunas, el celeste variaba de un pétalo a otro hasta llegar, sin solución de continuidad, al rosado tenue, con efectos visuales sorprendentes. Y otras poseían un color amarillo tan vivo, que despertaban el deseo de probarlas con el gusto, de morderlas, de paladearlas. La belleza contenida en esa planta era tan vital y fascinante, que desafiaba toda su obra, se medía con ella, y terminaba eclipsándola. Y estaba allí, escondida del mundo, sólo para sí y tal vez para el apretado follaje que la rodeaba.
Meditó sobre este hecho mientras la contemplaba con extasiada actitud, cuando de pronto, en un arranque súbito de audaz inspiración, decidió que ese sitio no era digno de semejante majestad. Ella debería lucir toda su belleza en alguna ubicación privilegiada del parque. La trasplantaría para que reinara entre todas sus plantas; para que luego del eclipse, el sol saliera más radiante que nunca.
Buscó el lugar apropiado, lo preparó y luego llevó a cabo el proyecto. Azuzado por el vehemente deseo de exhibir la fantástica exuberancia de esa planta, no evaluó con suficiente objetividad el riesgo que tal acción representaba para ella. Y a los pocos días, comenzó a manifestar síntomas que indicaban una evidente falta de vitalidad. Los colores de sus pimpollos perdían el brillo; en los bordes de los pétalos aparecía una sombra sospechosa, y en sus tallos se apreciaba una laxitud alarmante. Desesperado, la regaba todas las noches, sin descanso. Y de día la protegía de los rayos solares con el follaje obtenido de las inmediaciones, intentando así repetir el microclima original. Abonó la tierra donde asentaba sus delicadas raíces con los desechos de todos los seres vivos que encontró. Pero el esfuerzo fue en vano. Sus flores se marchitaban antes de brotar; sus hojas, mustias, se desprendían sin remedio de las ramas ante el menor contacto, ante la más leve brisa. Definitivamente, se iba apagando día a día, y la extraordinaria vitalidad y belleza que poseyera, no volvería a resurgir.
Un día, a pesar de su constante obsesión, no dejó de observar que una lancha se acercaba remontando el río. Cuando arribó a sus tierras, se detuvo y desembarcaron varios hombres uniformados que impresionaban llegar en misión oficial. Se aproximaron a él caminando lentamente; miraban hacia todos lados y conversaban entre sí, asombrados sin duda al contemplar ese gigantesco parque.
Lo llevarían preso (maravillados, lo felicitarían), le colocarían esposas en las muñecas (le estrecharían la mano efusivamente; quizá lo abrazarían), lo juzgarían (derogarían esa ridícula y anticuada ley, y luego le ofrecerían un cargo en el gobierno para que transformara al país en un ingente Parque), lo condenarían a prisión perpetua (sería el ministro de Parques vitalicio), destruirían su obra con explosivos y enormes maquinarias, dejando que la selva luego se adueñara del lugar (utilizarían sus terrenos como museo botánico, al que concurrirían obligatoriamente todos sus conciudadanos), y moriría viejo y enfermo en una oscura celda (y al morir, una estatua de bronce lo recordaría en tiempos futuros), así sea.
Súbitamente, se volvió hacia la planta moribunda, y arrodillándose comenzó a sollozar. Juntó las manos sobre los labios, inclinó la cabeza, y lloró. Los hombres llegaron y se detuvieron a su alrededor; lo observaban en silencio, amenazadoramente (o guardando un recogido respeto).
Antes de abordar la embarcación, se detuvo y se volvió para contemplarla una vez más; luego extendió la mirada, abarcando toda su creación hasta los mismos límites del parque. Después perdió las fuerzas, y tornó a encogerse con turbación y humildad. Sentía la precisa necesidad de arrepentirse. Pero el perdón, condenado o glorificado, no le sería concedido.
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