Abrió presuroso el paraguas verdeesperanza y encaminó sus pasos con angustiosa rapidez hacia la esquina distante tres cuadras al poniente. Las luces de neón le devolvían mil imágenes. Cada una más atroz que la otra. Al aproximarse, por fin, al lugar de los hechos, advirtió que la realidad podía perfectamente superar la peor de las pesadillas. Entonces, ya sin más alternativa, tomó firmemente el paraguas, lo cerró y dejó que la lluvia escurriera lenta por su rostro, confundiéndose con unas delicadas lágrimas salinas que los ojos anodinos de siempre, no llegaron a contener. Así pasarían los siguientes treinta minutos. Después, el tiempo se encargaría de borrar de su memoria el luctuoso suceso.