Mario, el justo
Porque conoce el señor y premia el proceder de los justos; mas la senda de los impíos terminará en la perdición.
Salmo 1:6
Repasó con parsimoniosa solemnidad el cráneo rapado, poniendo especial cariño en acicalar las llagas provocadas por los piojos. Tenía el hombro dislocado y las costillas no habían soldado bien dentro de la caja torácica. El corazón latía abatido por un rencor atorado y viejo. A punto de reventarle de tanto odio.
Se recargó sobre la pared. Mario estaba tumbado en el diminuto cuadrito de pasto que le dejaban los jugadores de fútbol del parque. En el más lejano, aquel que colindaba con los almacenes fríos de una mueblera en banca rota. Ese lugar no le gustaba porque estaba frío, daba la sombra, pero no lo dejaban acercarse más allá. Pronto serían las intervecinales y las Aguilas de la Esperanza tenían una fe grande de que ganarían. El Boca Juniors de la Industrial Progresa iba arriba del grupo por 45 puntos. Y figuraban como favoritos para ganar este año. Pero los Halcones tenían fe. Durante el invierno pasado habían mandado a pintar sobre uno de los muros del parque una inmensa imagen de la Virgen de Guadalupe, sostenida por un lado gracias a los vigorosos brazos de un azteca, algo occidentalizado y un poco rubio, y por las nervudos brazos de Laurentino Fernández, el mejor futbolista que había dado el barrio. Y con la voluntad de la santísima, ganarían este año.
Mario, hizo nacer un recuerdo. Y la atrapó con los dedos. Lo retuvo delante de él, frente a su nariz. Y para apreciarlo con la precisión necesaria de las cosas del espíritu tuvo que hacer bizcos. Sin duda era una recuerdo de su infancia, se movía distinto a las imágenes que luego le venían. Ésta se movía, se impulsaba por sus membranas necias e intentaba irse. Dentro de la imagen se veía distorsionada la cara de un niño, un niño pequeño que reía. Y un hombre grande, grande que gritaba sin necesidad, porque un botella se había caído y se había roto, la tonta botella, tonta, en mil pedazos. El niño distorsionado echaba a llorar, pero lo que Mario no sabía era si por culpa de la botella o de los gritos y zarandeos que daba el hombre grande, grande.
Los barrigones jugadores se desplazaban sobre el martirizado pasto como pulgones de agua. A cada falla inventaban inverosímiles tácticas de choque, infalibles y certeras, sin duda alguna, más por su fantástica inutilidad que por su certeza técnica. Y a cada instante se detenían para revitalizarse con amargos tragos de cerveza caliente, servida sin ningún respeto a la bebida en vacitos de unicel. Esto sabe a miados, pensó una barriga, pero todo sea por el campeonato. Y se fue a perseguir una pelota que, aterrada, rodaba a toda velocidad procurándose un escape.
El recuerdo quedó patas arriba. Mario lo miró con extrañeza y comenzó a hacerlo girar sobre el pasto. Un torbellino de colores surgió entre sus dedos tumefactos y calcinados por la mugre hirviente del asfalto y las banquetas. Mario siguió sus oblicuas líneas con la nariz y escuchó el rechinar de los colores al rozarse. Dentro de cada partícula de luz miró una canción y una mano y unos ojos que sonreían y se asombraban. Y unas llaves sobre su frente, pero él estaba seguro que los ojos del torbellino no sabían que eran llaves. Son llaves, llaves y suenan como el tintineo del oro sobre el cristal de las panaderías, como el grito emocionado de las gotas de lluvia sobre el cabello negro de la mujer bonita que siempre sale cuando llueve y se disuelve entre el río y se pierde en el horizonte. Y los ojos dentro del torbellino son pequeños, de delgadas pestañas limpias, engarzados sobre una frente como piedras del muro de la casa del Santísimo. Y son ojos buenos, pero ah que tontos, no saben que son sólo llaves.
Por el barrio se corrió el rumor de que los Halcones le estaban pegando duro a la pelota. Y Marco Tavares y Antonio Solis, estrellas del Boca Juniors, y tapiceros de profesión fueron a ver si aquello era verdad. Durante la semana habían terminado un par de salas. Tenían lo suficiente para pagarle al doctor por la revisión de todos los muchachos. Debían estar saludables para la final. Miraron desde lejos las barrigas flotantes que se movían con ritmo, rebotando en el aire. No estaban jugando mal y tenían técnica. Y al parecer sus movimientos no carecían de vigor, ni de entusiasmo.
Entonces, Tavares, gritó que si la cascarita. Pero las barrigas no le hicieron caso. No se pongan así, dijo entonces Solis, uno amistoso y ya. Pero las barrigas se mantuvieron unidas en una negativa rotunda. Bueno jijos del tal por cual, dijo fianlemnte Tavares, ni que fueran muy acá. Y las barrigas entonces, impulsadas por la ira se fueron contra las voces.
Mario levantó la palma. Sobre el pasto estaba el recuerdo, aplastado, como una hoja de filigrana, como papel de oro lleno de patina. Entonces lo supo. Que no era su culpa, porque el era un niño. Cómo iba a saber que con las llaves no se juega y que no se deben de tirar las botellas ajenas. Pero sobre todo supo que los niños no pueden quedar suspendidos en el aire, luego de ser arrojados por las manos de los hombres grandes, grandes que gritan mucho porque no entienden que los niños no lo saben. Y el dolor llegó sobre el ojo necio que se había quedado bizco, porque era más lento que el otro, sobe ese ojo llegó el choque de la caída y las sienes se llenaron de sangre. Y los piojos regresaron sobre el cuero aterido y lacerado. Y Mario lloró, porque era un niño. Y es lo que hacen los niños, cuando se sienten solos, cuando sienten frío.
Una barriga ladró dos improperios que se tradujeron como una orden directa que ninguna conciencia furibunda podría evadir. Otra barriga derribó de un manotazo a Marco Solis. Así que Tavares se vio obligado a sacar la navaja de costura. Y Marco Solis hurgó en la tierra en búsqueda de una piedra los suficientemente grande para moler una cabeza o para ocultarse tras ella. Algunos mirones se detuvieron a ver la escena y alguien, seguramente algún imprudente ignorante, dijo que se estaban peleando que uno había sacado un cuchillo, que lo mataba. No lo sabía, era la manera en que hablaban las barrigas, su modo de entenderse.
Mario alzó los ojos ardientes y echo una maldición con la comisura de los labios hacia el suelo. Tenía frió y quería irse al otro cuadrito de pasto, al que estaba cerca de la portería y rápido, antes de que llegaran otras barrigas a remplazar las que se iban confundicas y enojadas o cubiertas de mantas blancas, porque también tenían frío.
Invierno del 2009
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