Los domingos eran diferentes: los arrieros llegaban desde la media noche con sus mulas cargadas y se escuchaba el hincar de las herraduras sobre la corteza de la piedra. El silencio interrumpido por las chicharras, ahora lo interrumpían los gemidos de los puercos, previos al sacrificio. El pueblo se levantaba enérgico. Los varones con sus trajes y el morral de yute colgado al hombro, caminaban blanqueando el día. Las mujeres tras de ellos, con falda blanca, blusa bordada formando grecas o rosas con acalorados colores. El olor a café recién tostado reptaba por las casas, el aroma de la vainilla escapaba por las ventanas o traspasaba las habitaciones. La gente parecía enfiestada y de la pared de sus casas colgaban macetas y flores, al tiempo que los pájaros iban y venían haciendo algarabía. Por esquinas, el olor del pan recién hecho asaltaba y bajo los hombros de la gente escapaba una cultura de quehaceres de quienes hicieron la pirámide de los nichos que al contemplarla admira el coincidir de la astronomía con la belleza.
El domingo era importante para todos: El presidente municipal platicaba con los agentes municipales que llegaban de entre la montaña y la sabana. El comisariado de tierras mediaba entre partes y trataban de ponerse de acuerdo en el apoyo de un beneficio común, que resolvían con faenas que deberían de dar a las escuelas o en la restauración de caminos y puentes. Las familias concurrían al llamado de las campanas. Era día para platicar, parientes lejanos, amigos se daban la cita: en casa de algún familiar, en el parque, en el mercado, en la iglesia o en el palacio municipal. Miraba las calles engentadas, subían, bajaban, se abrazaban. los indígenas, solo se rozaban con la mano, que era su manera de darse le bienvenida.
los hambrientos marchaban al mercado, a regocijarse con los olores de la paila: cueritos a medio cocer, sesos en hoja de maíz, púlacles, - especie de tamal- tamales de frijol, de calabaza con camarón, pescado ahumado, fajitas de venado secas. Las muchachas se prendían por el color de las telas, o bien por los ajuares de belleza. El campesino por un sombrero de palma, o bien renovaba huaraches. El vaquero apreciaba los botines de piel, espuelas, o porta navajas hechas de cuero. Las señoras iban por la compra, chiles de diferentes tipos, recaudos, semillas y verdura recién cortada y si alcanzaba, un corte para vestido o bien unos zapatos, o se surtían de hilos para el bordado o la costura. Los principales compraban en las ciudades, si acaso algún arreo para la montura. El mandamás llegaba con su caballo de clase. Vestido profusamente, para diferenciarse. Él al frente, la señora detrás y su sequito de vaqueros. Se instalaba en la tienda de su hermano y allí trataba sus negocios.
Una vez, se escucharon ruidos de un motor en la distancia. Gente anciana, pero más niños, que miraban hacia el cielo, intentando espulgar las nubes, pensando tal vez que un avión descomunal surcaba entre las nubes. El ruido asmático se oía cada vez más cerca, hasta que asomó el chipo del animal: era un camión tipo militar, transportado de la segunda guerra mundial a este pueblo alejado de la sierra. Cubierto de lodo, hierba. El ruido que emanaba del motor, ahogó por un instante todos los ruidos y los niños más grandes, primero corrieron para sus casas y después cautelosamente, tras de un árbol veían la marcha de aquel animal, los que estaban en brazos, rompieron a llorar y otros, los que conocían y más osados, iban tras de él haciendo bulla.
Por las tardes los amigos se despedían, cada quien marchaba por diferente camino, unos a pie, otros en sus bestias, y aún de lejos se veía como agitaban su sombrero.
Otros quedaban tirados en las banquetas alcoholizados.
El campesino que traía maíz o frijol a vender para después, comprar jabón, víveres o un remedio. Llegaría a la choza con las manos vacías. La mujer alumbrada por un candil de petróleo, meciendo la cuna hecha de cartón y trapos, y, dándole palmadas en la espalda al bebe para que dejase de toser.
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