H caminaba por la calle cuando un hombre le paró, lo volteó a ver de arriba abajo y le dijo “Feliz cumpleaños, señor.” H se le quedó mirando detenidamente. Era un señor alto, vestido de traje y portaba un sobrero negro y un bastón de madera barnizada. A pocos centímetros de su ojo derecho, sostenía un monóculo con su mano izquierda. “¿Qué dijo?” H le preguntó, sorprendido. “Dije ‘feliz cumpleaños,’ señor.” H cambió su postura, frunció el ceño y abrió la boca para decir algo más pero, encontrándose sin palabras, la cerró enseguida. Pasados unos instantes de silencio, el hombre se despidió levantando su sombrero y siguió su camino por la banqueta.
H sacudió su cabeza y siguió caminando. Si quería llegar a tiempo a desayunar con M, tendría que apurarse, pensó. Aumentó el paso y enseguida llegó a un cruce peatonal que lo detuvo en seco y lo hizo mirar con exasperación la luz roja en forma de mano. De pronto, una señorita se le acercó por detrás y le tocó el hombro suavemente. H se dio la vuelta y vio a una mujer muy joven, más de veinte imposible, parada frente a él. La señorita le sonrió y le dijo “Felicidades.” H, como antes con el hombre del monóculo, se le quedó viendo atentamente. Luego, las palabras alcanzaron su boca y respondió “¿Porqué me felicita?” La señorita lo miró confundida y le dijo “Por su cumpleaños, señor.” Los caminantes a su lado comenzaron a caminar. H movió su mirada entre la señorita y los caminantes, para finalmente detenerse en ella y fijar su vista en los ojos grises de la mujer. Bruscamente, y sin decir palabra, se dio media vuelta y retomó el camino, esta vez mucho más de prisa, casi trotando.
El restaurante se llamaba La Caverna y H llegó a sus puertas sudoroso, sin aire, y con el pantalón roto. Descansó su cuerpo en la barra metálica de la puerta un momento, respiró profundo y luego empujó y entró al restaurante. Docenas de personas saltaron y gritaron al unísono “¡FELIZ CUMPLEAÑOS!”
H se quedó en la entrada, estático, con su boca abierta y sin poder parpadear. Confeti y sombreros de punta pintaban el lugar de azul, rojo y amarillo. Unas cuantas parejas sostenían de la mano a sus hijos, quienes inflaban globos y los hacían estallar segundos después. Detrás del contador, cocineros y meseras lo miraban en éxtasis, mostrando más dientes de los que deberían al sonreír. En una de las mesas más cercanas, una pareja de señoras ya grandes aplaudían incesantemente, aunque nadie más lo hacía.
Un pedazo de pastel se estrelló en la cara de H e inmediatamente lo despabiló de su estado de enajenación. Lentamente acercó su mano izquierda a su cara y se desembarró del pastel de chocolate. Los volteó a ver. En una esquina dos adolescentes reían y celebraban el gran tiro. Mientras se quitaba parte del merengue del cabello, una mesera se le acercó y le dio una pequeña toalla. H la usó y se limpió cuidadosamente. Luego le agradeció con un gesto, le regresó la toalla y volteó hacia la gente nuevamente. M estaba parada enfrente de todos, sonriendo y sosteniendo un gran pastel de chocolate al cual le faltaba un pedazo.
“¿Qué te pasó en el pantalón?” Preguntó, ladeando su cabeza; su cola de caballo se alzó por un segundo y luego desapareció detrás de su espalda.
“Nada, me caí,” dijo H, su voz dispersa.
“Ven, vamos a sentarnos,” M le dijo, acercándosele, agarrándolo del brazo y llevándolo hacia una mesa.
Se sentaron uno frente al otro y la gente regresó a sus mesas. Una mesera se le acercó y le preguntó qué iba a querer. H no respondió, M intervino y dijo que unos huevos revueltos y un jugo de naranja.
“¿Entonces?” dijo M, sonriendo intensamente. “¡Feliz Cumpleaños!”
H la miró fijamente, al igual que lo había hecho con el señor del sombrero y con la señorita de ojos grises. Sin embargo, ésta vez no preguntó nada. En cambio, reflexionó sobre lo que había pasado y se alejó de cualquier pensamiento metafísico. Asintió con la cabeza unas cuantas veces y murmuró “What-the-hell,” sin que M lo escuchara. Luego, en voz alta, dijo “Gracias. Muchas Gracias.”
No era su cumpleaños. |