PRÉSTEME SU MUERTE.
¿Podrá seguir leyendo un hombre que se acueste tranquilamente en su alcoba-terraza con cristales para dejar entrar la tarde, a oír música de su moderno equipo, y de repente se quede dormido, tan profundamente dormido que sueñe que despertó, y, efectivamente, sin dejar de dormir despierte y encuentre que el acondicionador de aire ha cesado en sus funciones, el componente se descompone en una antigua vitrola, el disco gira y gira sin parar sobre su eje, mientras la araña que tendió sus hilos entre el brazo del lector y la esquina superior derecha de la portada del ejemplar de Rayuela, de Julio Cortázar, y luego de tirarse hacia el pecho, empieza a parir, y las arañitas disfrutan de los dos o tres rayos de luz que le quedan al día, en tanto que la araña madre, diestra en eso de luces y sombras, ha bajado hasta los flancos, sube al vientre, y sigue y entra en terreno de los pantalones y encuentra lo que busca, el ángulo superior de la rodilla, que forma un triángulo isósceles con la tibia y el peroné y la llanura de la sábana, y entonces se lanza desde allí y aprovecha la fuerza de gravedad para tender un primer hilo, todavía viscoso, húmedo, débil, y desde donde empieza de nuevo a ser la ninfa Aracné demostrándole a Atenea –prepotente, predilecta y sabia hija de Zeus, la deidad de los ojos de lechuza- que sabe tejer más que la hija que por el cerebro parió su padre crónida penetrado y embarazado por un hachazo vulcánico al padre de los dioses, pensando que ahí meterá a sus arañitas cuando venga la noche que se aproxima para evitarles que al amanecer del otro día sus ojitos recién estrenados sean heridos por las flechas de luz que el fuerte sol matutino meterá por la ventana, y en ese momento en que ella les hace guarida, las arañitas están oliendo el libro, unas, y otras buscando algo qué comer entre la pelambre del brazo izquierdo del lector, y, algunas, más rápidas investigan los surcos de la palma de la mano derecha, sorprendidas por estos ilógicos dibujos cuyas inclinaciones, curvas y semi-círculos no parecen obedecer a razonamiento de dios alguno, hoyan entre ellos, buscando en los poros alguna fuente líquida, para conseguir su adultez, pues en los minutos que las separan de sus nacimientos, ya han alcanzado la juventud y buscan el elíxir acuífero de la eterna adultez, y un grupo reducidísimo de arañitas más curiosas -y adultas ya, pues son de las primeras en haber nacido- viajan por las alternativas blanco-negro que hay en la primera página, y van borrándole lo escrito a puras uñas laboriosas, virtuosas más que el hombre en el arte de destruir, jugando con una combinación de pinzas, baba y estiércol, pudriendo el papel, del que rápidamente sólo van dejando el tablero donde Cortázar explica las diversas vulvas en que Rayuela se deja penetrar por el deseo, mientras el hombre entra al trance en que no se está ni despierto ni vivo ni muerto ni en agonía ni en desmayo, sino en ese estado aún no registrado por la ciencia ni por la magia, donde todo es mentira y todo es verdad, y aunque sabe que ya es falsa la voz de Cortázar que uno oye mientras lee su Rayuela, de repente se topa con que su cara es herida por el filo veloz de un “Buenas tardes” que como machetazo de gaucho le tiran crudamente desde la puerta y viene cortando el aire hasta sajar la cara y perforar el tímpano, y todavía sin reponerse, recibe otro más fuerte y ensordecedor “Buenas tardes” que viene como la invisible rauda pedrada de plomo de un trabuco, y ve que entra un hombre alto, corpulento, diríamos que enfermamente grande, barbudo, con los dientes tan lejos que se tiene la impresión de que le faltan algunos, con los ojos distanciados, con algo de monstruo fantástico entre ellos, acento argentino, disecada su geométrica rigidez cadavérica, algo deformado porque un año muerto no pasa en vano, y le golpea como si de un empujón lo sacara de la hamaca, con un “¡Cómo está usted!” que a sí mismo se responde: “Está que ni saluda, y así se queja de su muerte, mientras yo, siendo famoso y después de haber sufrido el maligno estorbo de la celebridad que no me dejó ni siquiera disfrutar de una tarde de parque o una mañana de libre caminar o una impúdica noche de juerga, ahora la parca me pone a pasar calor, estrechez, frío, soledad, -porque aunque la gente dice que Carol está en mi caja, que me enterraron sobre su cuerpo, es falso, ella se ha ido, y está sólo su cadáver junto al mío, mientras yo surco desesperado los huecos del aire buscándola sabiendo que ni a mí ni a ella encontraré- desolación, condenado a oler mi propio inexistente tufo y sin oídos el escándalo urbano de un nicho de París, en tanto que usted, un desconocido, sin fama, sin prensa, sin obra, entra en la muerte disfrutando de música, aire acondicionado, acariciado por la hembra luz crepuscular, hamaca en cuerpo, lectura en mano y arañas lamiéndole los poros recien vacíos, el cuerpo dichoso de no respirar, de renunciar al molestoso circular de la sangre y el estorboso aire que no deja tranquilos a los pulmones, y se siente tan bien que ni siquiera le pone atención a este mendigo de polvo y viento, limosnero de caminos y hambriento de olas marinas, cuando le pido inclinado y reverente que, por favor, cambiemos papeles, y si no acepta eso, de hinojos yo le ruego que al menos por un tiempo me preste usted su muerte”?
|