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HISTORIA DE LA NUEVA CATIVERA EN EL RIO TRUANDO
Cuenta don Leopoldo que por allá en el año de 1948 él se internó por el río Truandó en busca de mejores tierras para él y su familia y junto con él, llegaron las familias de los Rivas, Lozanos y Mendoza. Todas estas familias provenían de la zona del Truandó.
En los primeros tiempos, les maravillaba mucho la cantidad de arroz que producía la tierra y no se diga nada del cultivo del maíz; era como estar en el Paraíso terrenal ofrecido por Dios a quienes habían llegado desde tan lejos a habitar en aquellos inhóspitos lugares. Los excedentes agrícolas los vendían en las lanchas que partían a Cartagena y así, ellos “los negros de la selva” como los llamaban en muchas partes, ayudaban a alimentar al resto del país.
También se maravillaban de la gran cantidad de árboles maderables que allí existía: Cautívales inmensos con los que nunca habían soñado, canime, Quino, Roble, Ceiba Tulúa etc. Ellos cortaban madera con grandes serruchos y tras largos días de arriarla por el río, llegaban a Riosucio a venderla y así obtenían el dinero necesario para comprar los artículos de la canasta familiar; aquellos que no podían arrebatarle a la tierra.
Otro de los productos que se lograban exportar al exterior del país era la raicilla o ipecacuana, que se utilizaba mucho en la medicina tradicional, la tagua y el caucho que eran muy preciados en la industria nacional e internacional; estos abundaban en esa selva que les había dado albergue y los trataba con el cariño que los mestizos les negaban; todo por el color de su piel y la pobrecía de su cuna.
Poco a poco, a medida que pasaban los años, el personal empezó a romper caminos internándose selva adentro; fue así como lograron abrir los senderos y cuando otro personal fue llegando, dieron inicio a nuevas fundaciones como la comunidad de Taparal y las Teresitas.
Teniendo de cerca de tanto personal, los viejos nos sentíamos más a gusto porque sabíamos que ya no estaríamos solos y que nuestros esfuerzos por ver al pueblo crecer, no habían sido en vano.
Los niños tenían más amiguitos con quien pasar el tiempo de jugar durante el día; daba gusto verlos en el río todo el día bañando y haciéndose parte de la naturaleza que les rodeaba. Las muchachas podían Alegrar la vida de los muchachos y muchos de ellos con el tiempo, se convirtieron en parejas que dieron a la comunidad hijos naturales de la región.
Era como si de la tierra brotara la semilla, diciéndonos con ello que nuestras raíces se afianzaban más con la selva a la que habíamos llegado siglos atrás y en la que nos habíamos internado para escapar de los atropellos a que nos sometían nuestros verdugos.
Las mujeres después de sus quehaceres se reunían debajo de un frondoso árbol y contaban sus chistes, sus penas y tejían sus esperanzas; las esperanzas que eran de todos los que las escuchábamos y nos reíamos con sus ocurrencias y pensábamos que todos teníamos un mismo destino y que nadie en el exterior podría destruir la felicidad y armonía que tejíamos en torno a la vida de nuestro pueblo negro.
__Al llegar a esta parte, don Leo interrumpió su relato ameno y emotivo__. Las lágrimas hicieron presa de él, sus ojos cansados de ver tantas batallas, estaban obnubilados por el dolor; un dolor de hombre negro, pobre y “sin voz” como solía repetir. Con impotencia veía como los guerrilleros y los paramilitares en unas pocas horas habían hecho correr a “su pueblo” hacia el destierro en Pavarandó, Turbo, Antioquia, Cartagena, Quibdó y Bogotá, destruyendo lo que ellos habían construido en tantos y tantos años de lucha y trabajo y lo que era peor, es que él ya estaba viejo y no podía oponerse a las ordenes de abandonar la comunidad de la Nueva Cativera.
Muchas veces—continuo don Leo—los hombres nos reuníamos y planeábamos las fiestas de la comunidad, las que eran apoyadas por el resto del personal. Cuando ya lo habíamos planeado todo, llamábamos a la comunidad Para la reunión general y allí todo mundo exponía su parecer sobre la fiesta; cada uno salía de la reunión con un trabajo especial que cumplir.
Los días que programábamos fiesta, eran días muy especiales porque se veía la alegría de todos y también la responsabilidad y el empeño que todos colocábamos para que la cosa saliera bien y todos pudiéramos disfrutar al máximo la fiesta.
Una comisión iba al pueblo a contactar con el cura el día y la hora de la misa, ya que era necesario empezar con el rezo, porque primero estaba Dios y después lo demás. Aprovechábamos la ocasión, para que el cura nos dejara mucha agua bendita que es muy buena para los dolores de cabeza y cólicos estomacales; También para bendecir a los niños recién nacidos, dándoles el agua de socorro para que el espíritu del mal no les hiciera nada malo.
Después de la misa, las mujeres entonaban los alabaos invocando con ello, a los espíritus de nuestros antepasados; los alabaos son como los lamentos de nuestros seres queridos que lloraban por la separación obligada de la Madre África y se quedaron con nuestro pueblo, como el signo vital de nuestra suerte y miseria.
Claro que ahora los jóvenes se han dejado llenar de otra clase de aíres culturales y son pocos los que aprenden a cantar alabaos. Estos son muy bonitos y cuando se cantan, los pelos se erizan y el corazón se quiere salir de adentro. Es que cantarlos es una cosa y escucharlos y sentirlos es otra bien diferente.
Existen alabaos mortuorios que expresan dolor por la partida a la eternidad de un ser querido. También los hay que anuncian la abundancia de las cosechas y los hay aquellos que llaman al pueblo a organizarse comunitariamente. Ahí le canto algunos para que usted se haga la imagen de lo que se siente al escucharlos.
LA CHOCA
“María vení,
Vamos a empezar la Choca
Que sábalo viene como a la loca.
Ay, andá por él, decile a Clodomiro
Que Sábalo viene de Viro, viro.
Y la catanga, tráela con bejuco
Para llenarla de Sábalo y Guacuco.
Hacele bulla, hacele que se canse
Y ya cansao, tíralo entre la champa.
Décile que venga con José
A ver si así lo podemos coger.
Tamos en verano, el río está muy seco
Guacuco y Sábalo seguro que cogemos.
Ay con la palanca, con el recatón,
Ay todos los negros buscan su aventón;
Porque en el San Juan,
La choca es la choca.
Pa`coger guacuco. Al hacele bulla,
Hacele bulla

A TODOS LOS CAMPESINOS
“A todos los campesinos
yo les pido de por Dios:
dejemos el egoísmo
Y amémonos de corazón.
Protejamos nuestros bosques
Y cuidemos nuestra tierra;
Busquemos siempre la paz
Aunque otros busquen la guerra.
Campesinos del Atrato
Que ahorita en angustia estamos;
Para encontrar buen respaldo
Unámonos como hermanos.
Nosotros estamos tristes
Y así la comunidad;
Toda Colombia está armada
No hay día de no matar.
Muere el blanco, muere el negro,
También los terratenientes;
Pero lo que más duele:
Morir niños inocentes.
Todo esto que estoy diciendo
Es la pura realidad
Tiremos pues pa`lante
No nos quedemos atrás”.
Luego del canto de los alabaos, ahora si la cosa se ponía buena. La música empezaba a sonar y el alma brincaba de felicidad. Todos corríamos a sacar las viandas que habíamos preparado para compartir con la comunidad.
El primer día del baile el centro de la atención estaba dedicado a nuestros niños; ellos eran los que amenizaban nuestra alegría y a ellos les dedicábamos un día de completa atención. El segundo día de la fiesta les correspondía a las mujeres. Los hombres nos esmerábamos por atenderlas y hacerlas sentir bien. El tercer día, les correspondía a los hombres. Sacábamos a bailar a las mujeres y pasábamos un día y una noche de alegría.
En esta parte del relato, don Leo se queda pensativo. Su faz expresa una inmensa nostalgia; sus ojos negros y enormes dejan vislumbrar un mar de lágrimas contenidas, como queriendo no dejarlas correr y yo le miro con respeto como queriendo leer lo que pasa por su mente en aquellos momentos de sufrimiento.
Pasada la fiesta -continuo don Leo- todo volvía a la normalidad; hombres, mujeres y niños íbamos a la finca a trabajar, a sembrar y a esperar el día de la cosecha. Casi podría decir que todo el año giraba en torno a la fiesta del año siguiente y en cómo hacerla mejor a la que había pasado.
Aquella época era muy especial porque trabajábamos comunitariamente; cuando algún vecino necesitaba hacer algún trabajo, entonces invitaba a una minga y los demás le ayudábamos hasta terminar el trabajo.
En la minga, la persona que invitaba tenía que costear los alimentos, la bebida y la música. No se cobraba dinero y todo se realizaba como mutua ayuda a los compañeros, para que pudieran terminar su trabajo con tranquilidad.
Más o menos por el año de 1976, -lo recuerdo bien claro- llegaron unos hombres armados al lugar; nunca los habíamos visto y la cosa nos asustó bastante. Ellos reunieron a todo el personal y nos dijeron que eran guerrilleros de las FARC y que iban a permanecer unos días en la región, que querían conocer como era la movida por estas tierras y que no nos asustáramos por su presencia, que si colaborábamos nada iba a sucedernos y que no le dijéramos a nadie que ellos estaban allí.
Los primeros días transcurrieron para nosotros en completa zozobra, nos asustábamos de su presencia, de las armas que portaban y de lo frío de sus miradas. Algunas veces permanecían en el monte y no se dejaban ver de nadie, pero otras, nos salían por los caminos y nos hacían muchas preguntas; ¿Qué para donde íbamos?, ¿Qué con quien hablábamos?, ¿Qué a donde conducía tal o cual camino? Etc.
Fueron pasando los meses y su presencia se convirtió en algo normal para nosotros; no se metían con nadie y nadie los molestaba. A veces pasaban horas con nosotros contándonos sus andanzas y los enfrentamientos que habían tenido al interior del país.
Como es natural, con el paso del tiempo, algunas mujeres se fueron enamorando de ellos y se les unieron, llegando a tener descendencia con ellos. Por lo general, ellas permanecían en las comunidades y ellos, estaban siempre en el monte. A muchos no nos gustaba la cosa y lo expresamos, pero ellas no hacían caso y corrían a contárselo a ellos.
Una tarde ellos llegaron con cara de pocos amigos, nos reunieron y nos dijeron que estaban disgustados porque no queríamos colaborarles, que si empezábamos a torcernos, entonces ellos se iban a portar mal con el campesinado.
A la mañana siguiente, llamaron al viejo Eladio y le dijeron que los acompañara aparte que tenían que hablar con él. A los pocos minutos escuchamos unos tiros en la parte trasera del caserío. Con temor algunos nos asomamos y vimos al viejo tirado en el suelo en un charco de sangre y a cierta distancia, estaban los guerrilleros. Las piernas nos temblaron y nos quedamos mudos. Uno de los guerrilleros se nos acercó y dijo que lo podíamos recoger y que lo lleváramos a enterrar.
Por la noche nos reunieron y nos dijeron que habían matado al viejo porque él siempre les estaba diciendo que se fueran de lugar y que esto les molestaba a ellos, porque nadie tenía derecho a echarlos del sitio.
Desde aquel momento empezó para nosotros un calvario, ya que éramos esclavos de los guerrilleros en nuestra propia tierra. Empezaron a presionarnos, a apoderarse de nuestra autonomía, a obligarnos bajo amenazas a realizar remesas para ellos, a sacrificar nuestros animales y a llevarse a los muchachos para sus filas.
Con el paso de los años, su presencia era normal para todos nosotros; seguíamos con miedo, pero a la vez creíamos que nada podría pasarnos. En esto si que nos equivocamos ya que con el tiempo, en el pueblo empezaron a tildarnos de guerrilleros; la policía nos perseguía y nos acusaba de ser colaboradores. Muchos campesinos han muerto en estos últimos años a manos de la guerrilla; los unos, porque eran señalados por algún vecino al tener problemas con él, los otros, por negarse a colaborar y los otros, porque los organismos militares los señalaban y los mataban sin averiguar quien era el campesino.
El pasar del tiempo es crítico para el pobre y para los negros; la violencia ha llegado a la región para no irse más, ya que lo que interesa, son las riquezas que existen en nuestras tierras. Las comunidades hemos abandonado la tierra, al ser intimidados por los grupos alzados en armas; ellos no respetan nuestra historia y mucho menos van a respetar nuestras vidas.
Hoy miramos incierto nuestro destino; poco a poco hemos estado regresando a las tierras, convertidos en comunidades de Paz; queremos trabajar la tierra ya que es lo único que podemos y sabemos hacer. Sentimos muchos temores, porque los militares y paramilitares tienen cercado el territorio y constantemente están amedrentándonos psicológicamente. También sabemos que en el monte se encuentra la guerrilla; ellos no abandonaron el lugar, por el contrario, se internaron en lo más profundo de la selva y que tarde o temprano aparecerán; cuando esto suceda, no sabemos qué podrá pasar. Por el momento, trabajamos y fortalecemos nuestra experiencia comunitaria, exigiéndole a los grupos armados que respeten nuestras vidas y nuestra neutralidad dentro del conflicto.

Texto agregado el 07-12-2009, y leído por 563 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
07-12-2009 basura todo: media estrella esferografica
 
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