Los sonidos de la noche confesaban a mis oídos las angustias de mi alma, un tormentoso destino se conspiraba frente a mis ojos cuando paso el proyectil fusilante, dejando tirado este cuerpo sobre el asfalto. En un intermitente zigzagueo de las luces se acaparo el sentido del olvido entre mi sien; mi único recuerdo fue entonces tu voz melancólica que repetía sin cesar el día y la hora. Jamás supe por qué lo hacías, pero estaba convencido de la malicia de la muerte, tus labios rosados conquistaron mis pupilas, distraídas viéndote encima, bajaron hasta las inclinaciones de tus pechos pálidos, y mis fuerzas enmudecieron al saber que bebías de mi boca el aire comprimido de mis pulmones.

Los días siguientes pase las noches pensando en el día y la hora; un ángel de la muerte había tomado de mi alma el suspiro de la vida necesitado para continuar su trabajo hacia las luces rojas y azules de la ambulancia, hacia los tirados en las calles y los muertos en vida de una ciudad agotada de blandir la nostalgia, el desamor y las culpas.

He caído de nuevo en el sueño de mi almohada, en las noches de lluvia de la navidad, donde las luces se meten entre mis ojos y no los deja cerrarse. Había pasado dos meses en el hospital recuperándome de ese fusilante disparo. Perdido entre el alboroto de la muchedumbre de consumidores, camine para encontrar de nuevo la banca donde había estado aquel día, aquella hora. La única imagen en mi mente fue el ángel mortal, no recordaba ni siquiera mi nombre, y ahora me invadía la hora y el día de mi nuevo nacimiento.

Busque en las horas y en los días aquella muerte, para encontrarme de nuevo con sus labios y sólo conseguía maniobras de maniático; desde entonces todos los días a la misma hora canto a la muerte, para besar los labios de aquel ángel hermoso del 19 de noviembre a las 7 de la noche.