El olvido. Como un ejercicio académico de suprimir los recuerdos, de archivarlos y echar el archivador al rio (amarrado a una piedra, para mayor seguridad).

El olvido como la cosecha de la ausencia plantada por uno mismo. Simplemente el olvido no existe.

Lo mejor es recordar, recordar hasta el cansancio, recordar, manosear sistematicamente los recuerdos, esas imagenes sueltas de los momentos grabados en la mente, traerlos una y otra vez, revivirlos, re sentirlos, situarse nuevamente en medio de la situación y exprimirle hasta la última sensación, hasta la ultima felicidad que de tanto madurar se ha vuelto angustia. Aún así, debe considerarse un deber voluntario pero casi ineludible, y ver la otra cara de la felicidad (¿linealidad?). Una vez que se ha repetido lo suficiente el ejercicio, una vez que ya no quedan imagenes sueltas, flashbacks de lo más hollywoodenses, una vez que las analogías zooysticas de la locura han sido internalizadas de tal forma que pueden repetirse como un rezo, como una ecuación, como una muda sinfonía, una vez que la cronología de los dias compartidos pueden fácilmente ser un tren, o una pata en el agua seguida por sus 12 patitos, entonces el ejercicio del recuerdo deja de ser el multiplicador del huracán interno, para simplemente ser una pila de imagenes, momentos vividos, inofensivas láminas coloridas del ayer.

Una vez en ese punto, y aunque este no es el olvido, ya se ha llegado lo suficientemente cerca y el ejercicio del recuerdo deja de ser subconciente y desagradablemente interesante, y se podrá llegar, con el pasaporte debidamente visado por dichos recuerdos, a la frontera del olvido, traspasarlas no creo, pero llegar no es malo.