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Annunziatta, ennoviada con Vincenzo durante nueve años fue, desde los comienzos de su inquietante e inicial madurez ferviente devota del Señor de la Paciencia. Infaltable, los viernes en el viejo templo de la Ciudad Vieja, de rodillas sobre el frío mármol contiguo a la barandilla del altar, demandábale al Cristo meditativo velar por la salud de su amado y de ser posible enfatizase en la protección y acrecentamiento de su virilidad.
También marcaba presencia los “doce” en la Parroquia de la calle Inca ante la imagen de San Pancracio. Reverente, depositaba su ofrenda de arroz y fideos a los pies del santo pibe rogándole no perdiese de vista a su candidato, que lo alejase de las malas tentaciones y si en una “mala” lo pescaba con una vagabunda, instalase en ambos un forúnculo así de grande, en alguna zona (dramática) del cuerpo…a su elección.
Y por supuesto, incondicional de San Cayetano, cada siete de agosto le encendía tres cirios exhortándole tuviese a bien destinar sus divinos oficios en la ronda de Consejos de Salarios a efectos de que su prometido mejorase sus ingresos en la ONDA, legendaria empresa interdepartamental de transporte de pasajeros, cuyo logo característico era un perro galgo lanzado en carrera, y se dejase de excusas para casarse.
Vincenzo se desempeñaba como chofer, unánimemente distinguido por su ejemplar profesionalidad y peculiar comprensión de las necesidades del prójimo. Digamos que no le perdonaba “una” a las pasajeras querendonas.
Lo cierto es que los años pasaban y Annunziatta comprobaba con desolación el incesante agotamiento de las amigas solteras como el de su propia juventud, la fugaz, la que abandona a uno como un tren que se aleja y sólo se percibe de él a lo lejos, un pequeño rectangulito viboreante.
Pero estaba jugada a esa carta.
Infinidad de cortinas bordadas y cinco juegos de sábanas daban crédito de su paciente constancia, aferrada a una decisión que ya no admitía marcha atrás. Una apuesta arriesgada que exigía mantener aguerrida vigilia día a día, mes a mes, año a año. Un tiempo interminable y viscoso de cremas nutritivas, embarrado de polvos y contaminado de mórbidas fantasías, como aquélla de casarse en estado de gracia y que la épica abstinencia se manifestase explícitamente en la mancha roja de la sábana.
Mordiendo las frazadas aguantó estoicamente los embates de su Miura como aquella noche en el cine “Roi” en que los manotazos de Vincenzo se tornaron inauditos.
El film en exhibición era protagonizado por Silvana Pampanini, una morocha bajita de naturaleza pródiga que dejó el tendal por estas latitudes tengo entendido. El forcejeo notorio de la pareja motivó severos chistidos de los espectadores lo que motivó la intervención del acomodador. Apuntándoles con la linterna les hizo el gesto característico de ¡¡atenti¡¡ con el índice pegado al ojo. Cerca de ellos el párroco de la Iglesia de la Merced lo observaba todo – film incluido - con un par de seminaristas jóvenes sometidos a prueba de abstinencia. Un bochorno.
Había llegado el “ahora o nunca”.
En la siguiente visita de novios lo recibió blandiendo despreocupadamente a guisa de limpiaúñas, un tenebroso estilete doble filo, propiedad del bisabuelo Gaetano, degollador jefe de las huestes garibaldinas.
Esa noche fijaron fecha.
A esas alturas la serena astucia de la futura contrayente acreditaba la titularidad de un apartamento, el mobiliario principal, la batería de cocina, el palote de amasar, la jaula de los pájaros y los cuadritos para pegar en la pared.
Cuando comenzó con las pruebas del ajuar y se colocó el velo de novia, gozó ante el espejo como pocas veces, el éxtasis de la dicha, y se felicitó triunfalmente por el éxito de la estrategia escogida. De todos modos, cauta por naturaleza ni en esas circunstancias en que los dados parecían estar echados dio por satisfecho su objetivo.
Pero las comadres lo habían sentenciado: el “jirafa” estaba listo
Y así fue que un día como cualquiera, con el espíritu anegado de nostalgia, bien maneado y embridado Vincenzo resignó su ciclo libertario sometido a las inflexibles reglas del vencedor.
Un anticipatorio episodio ocurrido durante la ceremonia nupcial le hizo tomar cabal conciencia del arriesgado umbral que había transpuesto. Tuvo lugar en ese momento pleno de simbolismo en que los contrayentes se intercambian los anillos ante el cura.
Destilando morisquetas de “rana” decadente hurgó con fingida preocupación en lo bolsillos del frac, extrayendo de uno de ellos las sortijas en cuestión. Tomando delicadamente la mano tibia de su amada, con cara de samaritano introdujo el atributo en el dedo que por mucho tiempo lo estuvo aguardando.
Mirándolo tiernamente a los ojos ella hizo lo propio. Con gesto trémulo recogió luego la mano a la altura del pecho y en esa posición irguió el dedo ensortijado cual tallo sediento perdido entre los terrones, conformando con la palma un ángulo de noventa grados. Un impulso indecoroso lo condujo luego a describir sendas órbitas concéntricas como una mosca rondando una lamparita eléctrica ante el asombro del contrayente y azoro del cura, testigo mudo de la expresiva alegoría.
Vincenzo parpadeó varias veces.” Me ha llegado la hora y no hay vuelta”
Al término de la ceremonia el suspiro de alivio de la concurrencia se transformó en brisa benigna que recorrió el templo, alborotando la llama aburrida de las grandes velas del altar mayor.
Los que apostaron un asado para la barra porque el héroe jamás abdicaría de su insigne soltería mascaban rencor con gesto ceñudo, apenas disimulado por una sonrisa opaca cuando desfilaron en fila dispuestos a ofrecer el tradicional saludo de bienaventuranza en el atrio.
Durante la fiesta Annunziatta se mostró exultante sacudiéndose alegremente los granos de arroz, pero especialmente complacida en trasladar de aquí para allá su trofeo de guerra para enrostrárselo a las envidiosas y descreídas que ya la habían incluido de winger derecho en el cuadro de las que visten santos.
La fiesta tuvo la virtud de acercar por unas horas a varias familias ancestralmente enfrentadas, aplacando por un rato taimadas desconfianzas y oscuros resentimientos que se remontaban a los tiempos de Alfonso II de Aragón cuando hizo suyo el reino de Nápoles y algunos traidores colaboraron con el conquistador.
Transcurrido un tiempo de compromiso - saludos, fotos, picotear algo – la pareja convino en “zapar”.
Annuncia decidió cambiarse de vestimenta en el sector de baños para damas del club. Recorrió con la mirada los casilleros y pasajes desiertos, y por unos instantes de maravilla sintió la mano suave de Domenico Modugno quien la atrajo hacia sí, besándola apasionadamente en la oscuridad. Le juró con aquella mirada de miel y bigote de locura, seguir amándola a pesar de la distancia y de su nueva condición social. Ella le dijo que el amor que sentía por él era único y para siempre, que nada ni nadie lo alejaría de su corazón y que se reprocharía eternamente no haber tenido el coraje de largar todo y tomarse un avión para verlo personalmente en Studio l de la RAI.
Tras la vacilación del ensueño se despojó rápidamente de la piel de cordero, se escupió las palmas y enfiló hacia los higiénicos. De la mano de Juno volvió al salón no sin recibir precisas instrucciones acerca de cómo tratar al marido: “Imaginate m’hijita lo que hubiera sido de mi vida al lado de Júpiter si no le cantara las cuarenta cada vez que se quiere hacer el todopoderoso conmigo y me viene a las cuatro de la mañana con olor a piperina”

El tío Giovanni los condujo en su taxi hasta el hotel en que pasarían la noche previa al viaje de bodas. El propio tío – asesorado expresamente en prevención de cualquier contingencia enojosa - se encargó de los trámites ante la Recepción.
Con cara de turistas distraídos, los tortolitos aguardaron serenamente en el hall tomados de la mano junto a tres valijas grandes y otra más pequeña.
Tras despedirse del emocionado pariente recorrieron el tramo de corredor hasta el ascensor acompañados por el botones quien gentilmente les abrió la puerta. Metió en él las valijas y entregó a Vincenzo la llave de la suite disculpándose por no poder acompañarlos…
- Sufro de vértigo- dijo con estudiada pesadumbre.
Annunziatta le acarició el mentón al muchacho.
- Pobrecito ¿así que el ascensor te da vértigo?…Tómate un tesito de “avivol” y consíguete una novia. Es muy bueno ¿sabes?
Vincenzo le pasó un par de billetes al experimentado funcionario devolviéndole la guiñada cómplice.
Ni bien arrancó el cubículo un impulso primitivo lo indujo a rematar las acciones. Acomodó una de las valijas a modo de pedestal; con una reverencia picaresca invitó “hacer uso” a su amada quien más baja que él pescó al vuelo la intención aviesa, proponiéndose seguirle el juego pero…bajos sus propias reglas. Como si se tratase de Josefina de Bonaparte en el acto de ser coronada emperatriz por el Papa, trepó ágilmente al pequeño estrado con un salto de colegiala no sin marcar con ambos brazos prudencial distancia con el obcecado: >
- Ay loquito mío, todavía no…puede subir alguno ¿Tiene mucha hambre mi garañón salvaje?... Su mamita pronto se la va a saciar como se merece, ¿eh? mí semental peludo…
Con la saliva deslizándose por las comisuras y los colmillos a punto de asomar desde lo siniestro Vincenzo ya estaba por apretar el botón y parar en un entrepiso con fondo de pared cuando repentinamente, como dibujado en el aire se interpuso Apolo :
- Disculpen…tengo que presentar una denuncia por robo ¿me sabrían decir dónde queda la comisaría más próxima?
Parece ser que había sido víctima de un descuido y le sustrajeron la lira cuando “curraba” de estatua en una esquina del centro… La lira y la recaudación.
Sin mediar palabra Annunziatta lo midió con una trompada en el hígado y otra en la nuca. Cuando caía, al grito de ¡¡ jodete por nabo¡¡ le embocó un rodillazo en pleno rostro asiéndolo fuertemente de la blonda cabellera como si fuese un pollo. Con decisión de amazona detuvo la marcha del ascensor en el piso más próximo, lo arrastró unos metros y tomando impulso lo empujó escaleras abajo perseguido por un escupitajo denso…¡¡Musageta di merda¡¡
Con gran estrépito el hermoso artista quedó incrustado en una mayólica que adornaba el rellano.
Interin, Vincenzo hincaba las mandíbulas en los nudillos y pateaba con furia las valijas; finalmente exhausto y visto que su “orgullo” declinaba optó por encogerse de hombros.
Afortunadamente la suite quedaba en un piso alto lo que contribuyó a que se repusiesen rápidamente del insuceso. En el trayecto se miraron con desconfianza cómplice aunque en el caso de Annuncia una tenue frustración le confería un brillo significativo a los ojos. Llegados al nivel deseado el novel consorte trasladó (bufando) las valijas hasta un tramo de pared contiguo a la puerta de la suite. Trató por dos veces de abrirla lográndolo luego del siguiente y trabajoso intento. La ansiedad lo consumía.
Annuncia detrás de él, brazos en jarras contemplaba un Cupido pintado en el cielorraso con el sexo oculto por un paño. pensó no sin estremecerse.
Como en las películas de Tyron Power la tomó en brazos y entre risotadas accedieron por fin al nidito. Con violenta coz cerró la puerta.
Al poco tiempo volvía disparado en busca de las malditas valijas.
Pasaron los primeros minutos de relajamiento intercambiando chismes acerca de los invitados que se arrastraban en la fiesta con “alguna” de más. Se sirvieron de la mesa de fiambres gentileza de la casa. Había un cartel: “Estimado Sr. Vincenzo Buonafortuna: le sugerimos cordialmente probar el apio y las nueces que el Hotel cosecha de su propia huerta”. Vincenzo sonrió sarcástico >
Con los brazos enlazados tomaron champagne y las miradas se encontraron. Entre arrumacos y besos ardientes chisporroteó nuevamente la pasión que la rutina de los años había aplacado y a cuyo rescate ambos se prestaron con fruición, sumergiéndose en tórrida voluptuosidad.
Pródiga en caricias suaves, mordisques cortitos y alguno que otro arañazo la pareja se dispuso al dulzón goce de los prolegómenos y claro, como tantas veces ocurre…se excedieron un poco. Al menos para la frágil paciencia de Vulcano surgido de las entrañas del Etna, a la sazón el candente escote de Annunziatta.
Ensayando un triple salto mortal – muy meritorio tratándose de un cojo – estacionóse ágilmente sobre una mesita cercana pateando violentamente un florero y el reglamentario cenicero de cristal. Vestía blusa de bolerista, a lunares rojos y negros sujeta al abdomen con un nudo que no ocultaba la cicatriz rabona del ombligo (¿ombligo en un dios?); pollerón de sarga cruda y botines de cuero de bisonte. El cabello erizado a lo Don King, la hirsuta barba mefistofélica que le azotaba la cara como agitada por un viento huracanado y los ojos llameantes semejantes a sopletes oxiacetilénicos, proporcionaban a la exótica figura un aura epiléptica que sumió en ligero azoramiento a los conturbados amantes. Blandía en cada mano una tenaza y un martillo amenazantes.
Fue breve y conciso:
¿Y?… ¿para cuándo los pasteles?
Annuncia fue la primera en reaccionar.
> reflexionó con su habitual sensatez.
Pasando a los hechos aplicó a su amado una precisa llave que lo tumbó sobre la alfombra. Con las mejillas arrebatadas y los esfínteres en abierta rebelión se incorporó de un salto dirigiéndose al baño no sin antes recoger la valija más pequeña. Tras breve escala de mantenimiento enfiló presurosa hacia la cámara nupcial con el susodicho maletín más aligerado, dejando la puerta entreabierta. Se despojó con rapidez del arrugado “tallieur”, los zapatos y la ropa interior (quedó tiesa cuando comprobó que en las escaramuzas había perdido el corpiño). Aguzó la audición con la esperanza de percibir el exasperado rayar de las pezuñas de su fauno sobre la superficie lustrosa del parquet.
Silencio…
Vincenzo logró captar más lentamente pero con sugestiva sagacidad el interregno surrealista que discurría ante sus ojos. Entendiendo (y reponiéndose con infinita paciencia de) la exasperación de su compañera decidió como juez de básquet en apuros, otorgarse un tiempo muerto. Lo más razonable era asumir tanta cosa estrafalaria, así como venía e ir solucionando los temas uno por vez.
Primeramente puso una silla a modo de tranca en la puerta de la heladera no sin antes solicitar a Vulcano tuviese a bien meterse dentro a fin de comprobar si la luz se apagaba al cerrarse.
Satisfecho hurgó en una de las valijas extrayendo la indumentaria que usaría esa noche. Como un actor dispuesto a sorprender a su público se miró en el espejo del lavatorio ensayando una mueca mordaz. Aspiró profundamente las excitantes emanaciones del corpiño de Annunciatta cubriéndose con él la frente a modo de vincha.
Mientras se entalcaba y barnizaba el bigote con brillantina interrogó (de lejos) socarronamente a su amante elevando el tono de voz: …Mamiiiita ¿oíste mencionar alguna vez el grupo de estrellas que componen las Pléyades de la constelación de Tauro?
-¿Tauro?- le contestó la otra en tren de jarana desde la pieza, no desadvertida de las connotaciones ínsitas en el sujeto de la irónica alusión…- ¿el torito bravo que se está poniendo lindo para su vaquita ansiosa?
Pero a decir verdad Annunziatta no estaba para metáforas sofisticadas.
Sentada al borde de la cama aguardaba el inminente inicio de hostilidades presa de gran ansiedad. Se había puesto sobre la nada una miniatura transparente que la prima Titina le obsequiara dos años antes; tan provocativa que la mantuvo guardada bajo tres candados dudando todo el tiempo que alguna vez tuviese el coraje necesario para ponérsela.
Un regalo propio de Titina, la mujer más zafada de la familia, del país y probablemente del Cono Sur. La había adquirido en la zona roja de Rótterdam entre otros implementos para el placer femenino que aquí comercializó como pan caliente.
Repasó con pulcritud los efluvios afrodisíacos con que poco antes regara sus zonas lúbricas despojándose acto seguido de las medias de seda que de tanto tironeo acabaron inservibles. Apagó la luz del techo dejando encendida la tenue veladora de su lado como en las películas de Mecha Bustos y Alberto de Mendoza. Por la ventana semicubierta por cortinas recogidas en el bajo, observó el cielo cubierto de nubes estriadas y grisáceas iluminadas por una luna helada. >.
En eso estaba cuando precedido de un fuerte topetazo hizo irrupción con su imponente mostacho de sargento de caballería y ojos de batracio desbordantes de lascivia, el eterno compinche de Afrodita. La luz del corredor despejó de un hachazo la suave penumbra interior reflejando sobre el techo de la habitación la distorsionada silueta de un insecto gigantesco…espeluznante.
Los ojos de Annuziatta tironearon de las órbitas como para tomarse las de Villadiego; las manos tapiaron la boca en gesto de espanto y un torrente de hielo seco se deslizó por el espinazo de la desdichada.
Con los pies dispuestos en posición Nureyev, observando atentamente los suaves desplazamientos en círculo de Margot Fontaine sobre el escenario, privado de vestimenta excepto la vincha procaz, los zapatos y los calcetines asidos a los muslos con tiradores (a lo Hugo Tognassi), el dios Eros asíase con ambas manos las alas abiertas de la robe chambre exhibiendo con gran pompa su alongada mercadería con hambre de quince días…
Reproducía la escena popularmente difundida del enajenado sexual que acostumbra saltar por sorpresa desde su escondite furtivo sorprendiendo obscenamente a las damas objeto de su impudor.
¡¡¡Guarda cara…¡¡amore mío de la mía vita¡¡¡…¡¡¡guarda¡¡¡
La víctima, resignada a su destino ineluctable, prorrumpió en inane alarido: ¡¡¡¡¡DIOSMELIBREYMEGUARDE¡¡¡¡ cuyas ondas rebotaron a tres bandas sobre las paredes de la habitación.
Inesperadamente alguien se sobresaltó, despertando de un tiempo escondido en su seno inútil
Sobre una pared lateral de la suite habían colgado una fotografía ampliada de un cuadro de Manet intitulado “La dama de los abanicos”, que como cualquier mozo de cordel no desconoce, se expone en el Louvre a quince o veinte dólares el parpadeo.
Se trata del retrato al óleo de una regordeta boquitas pintadas, y cara de champagne francés, amortajada en una de esas babuchas exóticas que ni los fedayines usan; plumas por acá, collares y pulseras por allá, en fin. Puesta en pose de veterana con dos guerras encima y sus correspondientes combatientes, fue compuesta por el gran pintor parisino apoyada en unos almohadones enormes y con unas ganas bárbaras de irse a dormir. Pero, cosa curiosa, todo aquello que estaba ocurriendo en la pieza nupcial encendió su atención. En determinado momento abandonó la posición reclinada y laxa en que se encontraba y con gran esfuerzo se levantó. Sacó como por encanto una escala marinera desde abajo de la cama, la ató a los parantes y bajó del cuadro.

Se sentó a horcajadas sobre una silla cercana sin perder detalle del escatológico espectáculo que ofrecía Vincenzo. Con gesto de copera veterana, retiró pausadamente de la oreja un cigarrillo con filtro, lo encendió al estilo vaquero tras raspar gallardamente la cerilla sobre las rugosidades del un cinturón que le apretaba los rollos, rematado en ambas puntas con la cola y la cabeza de una víbora con las fauces abiertas. Con el charmé de Greta Garbo exhaló por la nariz una prolongada bocanada.
Extrajo la polvera comprobando en el espejito la existencia de dos o tres barritos alojados en el cachete izquierdo. Acentuó el maquillaje pasándose un algodón saturado de polvo rosado. Sin dejar de acicalarse y mirarse en el espejito aconsejó persuasiva:
- Creo como tú que la castidad es la corona de la moral, pero ha llegado la hora de enfrentar los hechos con aplomo y resignación hija mía. Ten fe en los dictados de la Providencia…más allá te aguarda Dios Padre y una vida eterna de felicidad…un mundo de adoración. En este valle de lágrimas sólo habrás de sufrir y soportar la iniquidad…está escrito. Tu bien “armado” esposo intentará (y está en su derecho) introducir un camello por el ojo de una aguja y es inútil protestar y angustiarse. Visto el panorama te aconsejo rezar…siempre es bueno.
Luego se dirigió a él en tono delicado:…”Y a ti te ruego hijo mío tengas a bien operar con anestesia general”.
Finalmente, exhalando un gemido de triste lamentación “entre veinte y veinticinco centímetros ¡qué bárbaro¡” la simpar pianista que en vida se llamó Marie-Anne de Callais se disculpó por no poder acompañarlos dado que se le había hecho un poco tarde, que llevaba mucho tiempo arrumbada como un mueble y tenía unas ganas bárbaras de ir a lustrar unos buenos tangos en el “Tabarís”.
A punto de trasponer la puerta, de espaldas y señalándolo con un dedo recomendó a Vincenzo procurase tomar contacto con el circo Norteamericano:


Texto agregado el 05-12-2009, y leído por 82 visitantes. (0 votos)


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