La ventana flotaba bajo ese aliento del parque que se desvanecía entre sus fauces. Detrás, un niño permanecía inmóvil tras el verdor, flameando como un ave temerosa de los sueños. Los juegos distraían sus pequeños ojos hundidos en el movimiento de otros niños, mientras etéreo y difuso enredaba su piel con el otoño, para caer en el dolor apaciguado de un cantero. A veces la sombra trepaba el impulso de un tiempo imaginable, descendiendo junto a las copas de los sauces. Otras, el sabor de las siluetas gemía entre sus labios como un aleteo de eterna primacía. El chillido de una hamaca develaba su existencia yendo y viniendo en ese ser, junto a una calesita ondulando con el viento o el espejismo de algún banco adueñado de las sombras. El sol filtraba su memoria amarillenta en una mano piadosa desde lo alto de su habitación, como un reino azul y oro desprendido de sus ojos en los senderos de la hierba. Mientras estuve a tu lado mi ser participó en los albores de ese parque, con tu mirada de pequeño en las figuras ajenas o la música ascendiendo indescifrable. Hoy te pude ver detrás del tiempo caminando en soledad, con tu traje de ilusión y la mirada en el recuerdo, bajo los ojos esquivos de la gente, y aunque me acerqué despacio, nada de ti habló. Ausente me perdí entre las hojas del follaje, para observar tu silueta enmascarada continuando con la vida. No te asustes hijo, corre, ama, obedece a los designios, que el tiempo aún resguarda tu vigilia en mí.
Ana Cecilia.
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