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Su mirada inquisidora se perdía en la inmensurable lejanía, buscando descubrir más allá en el ignoto universo, una respuesta la cual preveía desde muchos años atrás. En su mirada vagabunda se notaba el paso de los años, en su piel la marca ardiente del sol, en sus manos el rozar del azadón y en su débil corazón las huellas de su mísero destino. Era un hombre que había sabido llevar su vida por senderos de amarguras, luchando sin descanso para sobrevivir en este mundo de una u otra manera, sin violar los preceptos de antaño, de acuerdo a una sociedad donde nadie se distinguía de nadie porque tenían las mismas aflicciones, las mismas luchas para combatir el hambre, las mismas formas de morir; pero él decidió cambiar cada acto natural para sentarse en aquella silla de palo forrada en cuero de vaca, desde aquella tarde gris, cuando el médico de turno le dijo:
--Desde ahora no podrás realizar oficios pesados.

Afán Paranada se envolvió en los barrotes de la silla que lo aprisionaba con garras de cómplice, al resguardar su terquedad senil de adelantar lo que únicamente Dios puede hacer.
Nada lo detenía en estas tierras fugitivas de dueños imperdurables. ¿Qué podría hacer? Si lo único por lo cual vivía, era ese amor que fecundó desde niño, ese amor de sembrar el grano y verlo crecer. Verlo crecer con la esperanza férrea de tener en sus encallecidas manos los frutos de sus esfuerzos. Pero hoy sus fuerzas han declinados como el fulgente sol, cuando se oculta dejando la pávida sombra de la noche.

Muchos se prestaron ayudarlo para que olvidara morir deliberadamente. Para esto, la casa de bahareque, la atestaron de los más diversos alimentos, los cuales no hubo espacio para echar un poco más. Hubo quienes intentaron aconsejarlo para que abandonara la abnegada idea. Sin embargo, la única respuesta era el silencio en el cual concebía, de no recibir ayuda de nadie, de morir porque no servía para nada, porque ahora en adelante iba ser un estorbo y él nunca lo había sido, y, “cuando uno no sirve para nada es mejor morir”, por consiguiente se dio el lujo de botarse así mismo, convirtiéndose con el pasar de los días en una especie de muñeco raquítico, lleno de moho por los efectos del sol y el rocío.
En la postrimera de una mañana, la última de las siete que logro vencer, lo hallaron en el suelo como títere de cuerda después de cada función. Lo agarraron sus vecinos y aún conservaba en su acongojado corazón un soplo de vida. De inmediato lo prepararon y condujeron a l hospital Santa Esperanza.
Al declinar la mañana siguiente, cuando el lechero traía la leche, cuando los niños vendedores deambulaban por las calles vociferando “compran yuca, compran bollo, compran pescao” cuando la mayoría de los habitantes de Tierra Adentro caminaban de un lado a otro en busca de mayores expectativa de vida, paso un ataúd suspendido por cuatro hombres. Era un ataúd transparente, conformado por una infinita cantidad de diamantes, cuyo fulgor era de incalculable dimensión. En él se hallaba Afán Paranada, envuelto en un sudario de terciopelo, con el rostro escondido entre escarcha de latón dorado.

La muchedumbre se aglutino frente a la casa donde vivió el difunto.
Algunos lloraron sin saber por qué, mientras otros solo murmuraban lo fantástico del ataúd. El murmullo se acrecentó cuando alguien dijo que dicho ataúd lo había donado el alcalde. El comentario se difundió por todo el pueblo y otros lugares, hasta asomarse en aquellos pacíficos hombres una sonrisa de felicidad porque el devenir comenzaba a clarecer.
Los presentes poco a poco se fueron dispersando hasta sólo quedar unos cuantos vecinos –los más allegados –los cuales despejaron la casa del profuso pábulo almacenado por el afán caritativo de sus coterráneos. Ellos botaban y colocaban cada cosa en su lugar para así tener espacio donde hacer los rezos.
En el ajetreo descubrieron un ataúd confundido entre las telarañas del techo. Era un ataúd sencillo de color marrón, carcomidos por las polillas. Afán Paranada lo compró con miles de abstenciones, cuando su hermana, a quien no halló, falleció en las aguas mansas del río Magdalena.
Los vecinos al tener la presencia de un nuevo ataúd no sabían qué hacer, si dejar el difunto en el de diamante o trasladarlo al de madera.
-Que trucos tiene la vida, cuando uno menos necesita una cosa, más nos sobra –Dijo uno de los presentes.
-Deja de hablar y tomemos una decisión.
-Dejémosle el de diamante para que tan siquiera sepa, después de muerto, que es descansar cómodamente.
El olor a muerto se expandió y el de la vida se esfumó. Una triste tarde aparece modulando en los ventanales descoloridos del tiempo. Las campanas doblan anunciando el desfile fúnebre. Se va, se lo llevan cubierto en terciopelo, en diamante y en latón dorado. El camina en otros senderos, quizás el de la tranquilidad en dimensiones desconocidas.
En la casa sólo queda huellas del respirar quebrajoso, del andar pausado, el de las gruesas lagrimas tiradas en el rincón de los sufrimientos. Se fue y dejo pintada su vida en un ataúd lleno de miseria para quienes aún viven en Tierra Adentro.

Texto agregado el 04-12-2009, y leído por 99 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
04-12-2009 Creo que el texto mejoraría si se suprimieran algunos adjetivos, que recargan demasiado los conceptos. Buena la historia y la reflexión a la que invita. Salú. leobrizuela
04-12-2009 bien escrito, con tintes realistas. mis estrellas. SerKi
 
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