La carretera se extendía como una lengua de perro aplastada por el peso del sol. Los gases que hierven sobre el asfalto distorsionan la perspectiva del horizonte. Pedro prefería esta carretera por que era de la menos transitada por automóviles que pueden acelerar de forma trágica su estrellato en el ciclismo. Sergio hace unos minutos veía tan lejano la forma en que el pavimento se curvaba como un tobogán por el que tenía que trepar en sus delgadas ruedas. Ahora era inminente. Su recuerdo compartido de las viejas panaderas que usaban hace unos años para trepar, gruesas gotas humedecían el rastro negro de las ruedas dibujado por el esfuerzo al resbalar sobre la diminuta pedrisca. Ahora las bicicletas son livianas, sus cuerpos delgados de gruesas piernas sin el abrigo de la ruana y el sombrero.
Un camión trepa sin problemas lento sobre sus saltarines ejes. Pedro y Sergio lo ven pasar parsimonioso a su lado. El azul del tanque de gasolina, la chica metálica recostada sobre sus nalgas, las luces que ametrallan con su resplandor, la placa amarilla de Funza. La carpa arremangada por correas deja ver tablas chocando entre sí. Una caja enorme lentamente rebaza las tablas y se aproxima a la orilla del planchón del camión. Pedro lo ve amenazador, es cuestión de segundos para que se estrelle con el pavimento. Sergio piensa que lo están previendo el conductor y su ayudante, no demorarán en parar en la cima para volver a empujarla dentro. Pero el camión seguía revotando entre las ondulaciones de la carretera y con cada una de ellas la caja se acercaba al abismo. Junto cuando el desvencijado camión despunta sobre la pendiente, la caja vence su umbral y cae al pavimento. Las pequeñas piedras ruedan bajo su peso y la inclinación hace que la caja acelere contra los dos ciclistas que se encuentran a la mitad de la cúspide.
Pedro en un instante dibuja un mapa de su recorrido y descubre que su trayectoria va directamente a ellos. Sin dar una voz de alerta se abre a la derecha, desestimando el riesgo de la maniobra por la ausencia de otros automotores, a lo que Sergio no pudo responder. Su cuerpo se eleva en la forma de una argolla. La caja pasa debajo mientras que él vuela por los aires junto con la rueda ovalada de su cicla. En la caída no avanza, más bien retrocede unos centímetros. Su nalga izquierda rompe la licra multicolor al besar el suelo. Luego su codo en finos hilos deja piel sobre algunas piedras y su casco por la parte trasera choca tres cuartos a la izquierda de la línea blanca. La inercia lo arrastra unos cuantos tramos más hasta parar sobre el escaso prado de la ladera, muy cerca al punto en donde la caja encontró el final de su senda.
Todo lo ha visto Pedro. Había alcanzado a frenar y a apoyar su pie, a calcula cada golpe y los posibles daños sin una sola mueca. Recostado sobre el sillín deja rodar la cicla hasta el cuerpo de Sergio. Lo ve quejarse del dolor, en su frente hay una mezcla rosa de sangre y sudor. Intenta ayudarlo a levantar por el brazo menos lacerado hasta que Sergio alcanza su posición vertical normal. Sobre su hombro observa la caja que lo barrió. La palidez de su cara se acentúa y sus ojos abiertos al extremo se quedan pegados a la madera. Es un ataúd como para un hombre de dos metros. Los dos miraron, uno más sorprendido que el otro. Una gigantesca mano ha quedado expuesta acariciando inmóvil el prado que se mece por el viento.
Pedro, sin decir una palabra de su intención, se acerca al ataúd y arranca de un jalón la tapa que cubre el cuerpo. La mano que estaba expuesta cae y rebota. Dentro de la caja varios juegos separados de brazos, piernas, pies, manos, cabezas y torsos yacen sin dolor uno sobre otro.
Silencioso el camión llegó hasta ellos que absortos no dejaban de observar el contenido del ataúd. Del camión bajan tres hombres armados que apuntan hacia los ciclistas y descargan tres ráfagas que atraviesan sus cuerpos. Luego el más quemado por el sol desenfunda su machete y procura llenar los vacios de la caja.
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