Esa mano que pretendía sostener
se ha marchado antes de conocer si quiera
a los ojos de quien pertenece.

Y cuando creo que ha llegado
una silueta para quedarse,
me doy cuenta que sólo era mi imaginación.

Y cuando es cierto
que esa figura no es una ilusión
y que llegó para no marcharse,
entonces, incomprensiblemente,
mis pies parten con rumbo desconocido.

Y cuando me uno a un desconocido
la soledad se da cuenta
que él y yo
no nos conocemos lo suficiente
y traza una línea
que me aleja y me despide
en sus solitarios brazos.


Entonces, decido estar solo.
Me refugio en una soledad apacible,
pacífica, distante de todo dilema.
El instante perfecto de sosiego.
Pero una vez más retumba el suelo
y se repite la caída:


el que llega para irse,
el que se queda para que yo me marche,
y la soledad que me acompaña
para abandonarme
en un sentimental séquito
y después volver solitaria a estar conmigo.