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VII

Herminia López murió el 19 de mayo. Dos días después hubiera cumplido sesenta y cuatro. Su nieta Isabel había pensado un mes antes su regalo, porque nunca lo preveía y a último momento no encontraba nada adecuado, y ahora, se daba cuenta de que nunca lo haría. Salió del trabajo en el instituto a las seis y media, y mientras pasaba por el centro comercial, decidió comprarle unas flores. Luego, esperando el ómnibus en la parada, se dio cuenta de que no eran horas para ir al cementerio, y además nunca había sido afecta a esos ritos. Ni siquiera iba a visitar la tumba de sus padres. No podía dejarle el improvisado regalo de cumpleaños en aquel lugar que no tenía nada que ver con lo que era.
En cambio, Herminia iba a la iglesia de vez en cuando, sus amigas eran unas comesantos que se reunían en la parroquia a tomar el té. Dejó el ramo junto con otras ofrendas y se detuvo frente al altar mayor, buscando un gesto, pero no recordaba la señal de la cruz, y en su lugar saludó con una mano al hombre que pasaba allí colgado la eternidad, antes de salir a toda prisa. Iba pensando en sus asuntos y no se dio cuenta de que por un accidente de tránsito habían cortado el cruce, hasta que pisó una estela de vidrios templados, y su crujido la hizo vibrar. Una moto conducida por un joven morocho de barba, había terminado bajo las ruedas dobles de un camión lechero. Aunque el cuerpo estaba cubierto por una sábana pudo ver al espíritu que el ángel de la muerte trataba de arrancar del sitio, pero se resistía, llamando a gritos a su madre.
El ángel se volvió hacia ella. Había estado mirando fijamente la escena, sobrecogida por los lamentos del hombre. Isabel se estremeció y, echando a correr en cualquier dirección, tropezó con un hombre menudo al que casi arroja al piso.
–¡Querida niña! ¿Qué te pasa? –era el padre Julio Leal, a quien había reencontrado en el cuarto de su abuela, cuando le avisaron del paro y llegó demasiado tarde para despedirse.
Tenía una casa sencilla y confortable, con muebles de cádmica, manteles de plástico en la cocina, libros y un dvd en el comedor, algunos helechos flacos. No lo que se habría imaginado como la vivienda de un cura, aunque nunca antes había pensado cómo vivían cuando no estaban de sotana dando misa.
–Así que pasó una semana desde que te dejó en Nuestra Señora de Lourdes –Julio María Leal rellenó su taza de café y la animó a continuar–, y después no te han vuelto a molestar.
Al menos la ignoraban. No había dejado de verlos, en el hospital cerca de los moribundos, e incluso en la calle –camino a su trabajo había vislumbrado algo tenebroso que se arrastraba junto a un hombre de negocios. Lo más asombroso era que de alguna forma habían cambiado su vida, habían hecho que su novio y otras personas desconocieran su existencia, y temía contarlo porque ya había tenido la experiencia de quedar como una demente. Por suerte, su amiga Cecilia la recibió, hasta que el día anterior le había sugerido que volviera a su propia casa:
–Entiendo que te traiga recuerdos de tu abuela y que no quieras estar ahí, pero creo que es momento de que lo enfrentes, o nunca podrás volver a pisar tu hogar –la verdad, no había forma amable de decir que sus padres habían exigido que la hiciera marcharse, ¿o pensaba quedarse a vivir para siempre con ellos?
Isabel no sintió la ofensa de que la echaran porque primero se quedó pensando en lo que le decía su amiga, y tímidamente le preguntó si no tenía otra razón para querer evitar el lugar después de lo sucedido. Cecilia se la quedó mirando, desconcertada, e Isabel entendió algo que le había pasado desapercibido. Cuando llegó aquella mañana, cansada y con frío, su amiga le preguntó qué tenía en la mano y ella creyó que se refería a las manchas. Ahora entendía que su amiga no tenía recuerdo de la agresión que había sufrido ni sabía de sus heridas hasta que la vio.
–¡Y ella tampoco creía que mi novio era Luis, y trató de convencerme de que había salido un par de veces con un profesor del instituto, que no me gusta nada! –exclamó Isabel, derramando el líquido sobre el plato, de tanta indignación que le daba recordarlo–. Es para volverse loca, que todo el mundo recuerde cosas de mi vida que para mí nunca pasaron, y por otro lado, lo que muestra cómo son de tortuosos, es que borraron todo lo que hicieron aquellos seres.
Juntando valor, esa misma mañana había ido a su casa, y todo estaba en orden. Los muebles rotos, los vidrios destrozados, todo había vuelto a su estado original. La pared no tenía manchas ni marca alguna. Isabel se quitó la venda y le mostró la cicatriz en el centro de su palma, apenas conteniendo las lágrimas:
–Tal vez tampoco me crea Ud. Acaso olvidó que una vez hablamos y me preguntó si era muy devota porque creía que eran marcas del estigma –la joven sacudió la cabeza con tristeza.
Era un gran alivio contarle todo a una persona y el cura no la había importunado con preguntas o miradas incrédulas.
–Lo que no encaja son los actos pecaminosos que quieres achacarle a criaturas de dios, mas bien debe tratarse de demonios –el padre Julio se persignó, meditó un instante mientras le pasaba el plato con las roscas de anís y agregó–. Tienes este don sagrado para ver cosas que nosotros no podemos, pero debes tener cuidado de qué hacer con esto. No vivimos en un siglo en que los profetas sean bienvenidos, Isabel.
Él no dudaba de sus palabras como harían otros párrocos, ni creía que estuviera perturbada psicológicamente, porque tenía la certeza de que el poder de dios estaba en todas partes, y asimismo sus mensajeros. Pero juzgaba a la naturaleza y a la humanidad desde su punto de vista, por eso se sorprendió al escuchar:
–Perdóneme, no quiero insultarlo a Ud. No tengo nada que ver con los profetas y los mensajes de dios, y no creo que tener fe en eso pueda ayudarme. Los seres que yo he visto no se parecen en nada a estos del libro…
El libro de catequesis que ella había estado mirando cayó en la mesa abierto por una ilustración de querubines regordetes con alitas y clarines dorados, al tiempo que con estrépito el techo se rajaba y un mar de escombros llovía sobre sus cabezas. Isabel saltó de la silla y se refugió detrás de un sillón que se llenó de polvo como la cabeza del cura, cuando la levantó de entre los libros que lo habían sepultado al salir volando la estantería entera. La instalación eléctrica había saltado pero entraban jirones de luz del farol de calle, que ahora era visible gracias al hueco que un enorme árbol había dejado al dar contra la fachada, derrumbando parte de la casa.
–…santa madre de dios ruega… –él estaba rezando y apretándose el pecho que le dolía del susto, pero reaccionó un momento para llamar a la muchacha–. ¿Dónde estás? ¿Cómo te encuentras? –ella tosió para indicar que estaba bien y se quedó mirando atónita el destrozo a su alrededor–. ¿Qué ha pasado?
Parecía una señal. Justo cuando estaban hablando de temas delicados, a ese árbol añoso se le daba por caer sobre el techo. Isabel estaba agachada, examinando las raíces que emergieron de la tierra levantando baldosas y tierra, y rezumando un líquido negro, viscoso. ¿De dónde provenía este barro inmundo, de cañerías rotas? Extendió dos dedos para tomar un poco, y entonces la raíz se movió. Se apartó rápidamente, y entonces notó que el piso se movía como si la casa se fuera a la deriva. Antes de perder el equilibrio alcanzó a ver nacer del tronco una figura borrosa, en medio de una escupida de barro negro.
El padre dejó de rezar un segundo para ir a ayudar a la muchacha, que creyó había tropezado con la raíz saliente. Se encontró con un rostro rígido y deforme, de tanto que trabajaban los músculos alrededor de los pómulos y de los ojos, que aun vueltos hacia atrás, en blanco, parecían mirarlo fijamente.
–¿Isabel?
¿Qué clase de ataque tenía, epilepsia…? Tomó su rosario, lo que tenía a mano, para colocarlo entre sus dientes y al menos prevenir que se asfixiara con su propia lengua. Al acercar su mano, la mujer lo mordió salvajemente, arrancando un trozo de piel, y el crucifijo voló, al tiempo que una fuerza invisible lo empujaba para alejarlo de la mujer.
Julio rodó por el piso de su sala, sobre restos de vidrio, cerámica, libros y discos tirados. Mas nunca desechó su fe, y eso lo puso en pie. Cuando la joven flotó en el aire, alzada por una fuerza invisible, el cura estiró un brazo, tembloroso, apretando su cruz en el puño, y rezó con toda su alma para expulsar al espíritu maligno. Isabel, mientras tanto, agitaba los pies en el aire y pugnaba por respirar. Aquella criatura espantosa, de brazos enormes y nudosos como troncos, primero había intentado ahogarla con un líquido espeso que penetró por su piel y le tapó la vista y el oído, y ahora como ella no respondía a sus gemidos ininteligibles, la levantaba rabiosa, sacudiéndola del cuello.
En su cabeza amorfa brillaban tres ojitos rojos, y de la caverna de su boca rezumaba la misma baba marrón que había visto en las raíces. De pronto, la criatura se volvió hacia el cura, cansado de escuchar su diatriba religiosa, y estiró uno de sus brazos como si fuera de plasticina.
–¡No! –advirtió Isabel, gritando con tanta fuerza que escupió una flema oscura.
Julio María no podía verlo, pero sintió un escalofrío y percibió el terror en sus ojos, y sensatamente decidió retroceder, hasta que, atrapado contra la pared, el tentáculo del demonio lo aprisionó haciéndole soltar su rosario de la sorpresa.

Texto agregado el 03-12-2009, y leído por 104 visitantes. (3 votos)


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