Los trajeron metidos en una caja de lata, envuelta con un papel de regalo equivocado, pues en él había un lema contradictorio que decía: “Paz en la Tierra”. Los doce soldaditos eran el carísimo premio que su padre le pudo comprar con mucho esfuerzo a Javier por haber terminado con buenas notas su primaria.
Impaciente, el muchacho abrió la caja y puso a todos los soldaditos en el piso de madera de la sala. Al accionar el control remoto, los vio marchar a paso sincronizado, todos con sus caras furiosas y sus amenazantes metralletas en guardia, girando sus cabecitas de un lado para el otro, como buscando al enemigo por los alrededores. Entonces, la casa no tardó de estremecerse con la ráfaga ensordecedora de los disparos. Al acecho del rival, todos los soldaditos ingresaron al cuarto de la cocina, pero menos uno, que se quedó dando vueltas entre los muebles de la sala sin haber hecho un solo disparo.
-Ese soldadito parece que vino fallado- dijo el padre y cogió al muñequito defectuoso. Lo observó de pies a cabeza y lo sacudió con fuerza para ver si con ésto se arreglaba. Pero nada. El soldadito seguía dando vueltas como loquito sin querer disparar.
-Ni hablar. Mañana iré a la fábrica para cambiarlo por otro- dijo el padre y fue a su cuarto a leer un libro.
Mientras, Javier pasaba la noche sorprendiéndose de las rarezas del soldadito y celebrando sus ocurrencias. Ya no le interesó el resto de soldaditos que seguían disparando sin cesar por todos los rincones de la casa.
-Eres el soldadito más extraño que he visto- dijo Javier, cuando lo vio detenerse frente a un espejo para mirarse fijamente.
No pudo darse cuenta que en la mirada del soldadito había un enojo tremendo de verse cogiendo su metralleta en posición de ataque y con las granadas amarradas en su cintura. Solo notó que sus ojitos eran de color rojizo, distinto a los demás que los tenían azules.
-¿Te gustan las flores?- le dijo el muchacho al soldadito, cuando éste detuvo su marcha para observar las rosas, las margaritas y los claveles a través de la puerta de vidrio transparente que conducía al jardín. Javier lo dejó pasar, y el soldadito, luego de respirar satisfecho la fragancia de las plantas, fue a echarse a los pies de un pequeño árbol.
-Habrás venido de un largo viaje. Estarás cansado, duérmete un rato- le dijo Javier y se sentó al lado de él. El soldadito, boca arriba, con la incómoda metralleta que no podia evitar que apuntara a la pacífica luna, cerró sus ojos por unos instantes. Se imaginó volando sobre una blanca paloma hacia la misma luna. Luego se levantó para ir a un caño que estaba en una de las paredes del jardín.
-¿Tienes sed, verdad?- preguntó Javier y abrió el conducto para darle de beber. Pero el soldadito no solo tenía sed sino también mucho calor. Se puso debajo de la boca del caño y se dió un duchazo ante la risa incontenible de Javier.
-¡De veras eres un soldadito loco!- repetía alborozado el niño, mientras el soldadito seguía refrescándose dichoso. Poco después, Javier, presuroso, tuvo que secarlo con una toalla al verlo tiritar de frío. Al pobre soldadito se le pasó la mano con el remojón.
Cuando regresaban a la sala, el soldadito se encontró cara a cara con los demás soldaditos. Ellos dejaron de disparar y lo miraron con cara de pocos amigos por haberlos abandonado. Le mostraron los feos cañones de sus metralletas, listas para desaparecerlo por desertor. El soldadito no se intimidó, y mirándoles con fiereza, también los apuntó desafiante, orgulloso de no acompañar a esos carniceros, según pensaba él. Entonces, Javier apagó el control remoto para evitar un mortal combate.
En esos momentos el padre de Javier le ordenó que se vaya a acostar porque ya era tarde. El niño, entonces, fue a su cuarto, dejando inmóviles, frente a frente, a ambos bandos.
A la mañana siguiente, sin saber que Javier se había encariñado mucho con el soldadito que no mataba ni una mosca, el padre se lo llevó a la fábrica donde lo compró para cambiarlo por otro. Allí, luego que los técnicos comprobaron que el soldadito no había nacido para la guerra, lo echaron al basurero. Le dieron al hombre un soldadito nuevo que sí disparaba muy bien, y para compensar la molestia que le causaron por el error de fabricación, le ofrecieron regalarle un juego llamado "Los Cazadores de Leones" que estaría listo para el próximo día.
Cuando Javier vio a su padre regresar y supo lo que él había hecho, rompió a llorar amargamente. Quería a toda costa a su soldadito querido de vuelta a casa, no quería a ese soldadito nuevo que trajo. Y su padre que le decía que era imposible, que al soldadito lo echaron al basural, y que además, ¿para qué quería a un soldadito malogrado? Y el niño, inconsolable en su llanto, respondía que era el mejor soldadito que había conocido en su corta vida. El padre, sorprendido del gran afecto que tenía su hijo hacia aquel soldadito, trató de consolarlo acariciándole sus cabellos, esperanzado de que con el juego "Los Cazadores de Leones" que traería al día siguiente, se iría la tristeza del muchacho.
En tanto, el soldadito dormía al fondo del tacho de basura, soñándose triste y temeroso de nunca más ver a Javier.
Casi a medianoche, unos rugidos lo despertaron. Abrió con cuidado la tapa del tacho y asomó la cabeza. Vio que un técnico de la fábrica probaba con su control remoto a unos muñequitos que, con sus redes, atrapaban a salvajes leoncitos de madera. Entonces, el sodadito no se perdió un solo detalle del ensayo: supo de los movimientos coordinados y medidos de los cazadores al acercarse a los leones; vio cómo agarraban las redes y a qué altura la sostenían; observó hasta qué distancia le permitían a los leones a acercárseles; aprendió del balanceo que daban antes de lanzar las redes y del modo que la lanzaban.
Finalmente, el técnico dio el visto bueno: "Los Cazadores de Leones" estaban listos.
Al mediodía el padre de Javier fue a la fábrica y se los llevó a casa.
Horas más tarde, Javier, aún con la pena por el amigo que ya lo daba por perdido, se consolaba viendo lo bien que los seis cazadores atrapaban a los seis gruñones leones. Mientras, su padre se divertía viendo a los soldaditos disparando por todos lados.
Cansados, como la tarde que se iba, Javier y su padre apagaron los dos juegos para echarse una siesta sobre el piso de la sala.
Al rato, unos disparos despertaron a Javier. La puerta de la calle estaba sospechosamente abierta y ltodos os soldaditos, misteriosamente, habían desaparecido de la sala. Cuando Javier salió a la calle, no pudo creer lo que empezó a ver: un cazador arrastraba con su red a un soldadito que le disparaba (con mala puntería), para no ser capturado. Con gran esfuerzo el cazador lo metía en una caja de cartón que estaba en la orilla de una acequia y en el cual yacían prisioneros los demás soldaditos.
-¿Quién eres? ¿Qué haces?- preguntó Javier en voz alta. Entonces, cuando el cazador volteó, Javier le reconoció por los ojitos rojizos.
-¡Tú, mi amigo soldadito!- gritó emocionado el niño.
El soldadito, mostrándole una sonrisa enorme, empujó la caja hacia las aguas de la acequia. Se sintió feliz de su misión cumplida.
En ese momento, qué no daría el soldadito por saber hablar y contarle a Javier que se había memorizado al mínimo detalle las prácticas de los cazadores en la fábrica, y así aprendió cómo atrapar a los soldaditos con una red para echarlos del hogar. Y también le contaría de su astucia de sacar a uno de los cazadores de la caja para ponerse él en el lugar de aquél, antes que el padre de Javier los recogiera.
El sodadito quiso correr para abrazar a Javier, pero el barro de la orilla, hizo que se resbalara y cayera en la acequia. Javier, desesperado llamó gritando a su padre para que salvara a su amigo. Cuando el hombre llegó a la escenario, ya era tarde. La fuerte corriente se llevaba irremediablemente al soldadito.
A lo lejos, entre las tinieblas de la noche, agitaba sus manitos, como despidiéndose de Javier que sentía una herida profunda en el corazón.
Desde entonces, hasta ahora que ya es un adulto, Javier cada vez que pasa por alguna juguetería, ingresa en ella y disimuladamente, saca las armas de todos los soldaditos que encuentre y los echa a la basura, sabiendo que su inolvidable amigo, el soldadito loco, se pondría contento donde quiera que esté.
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