Lo admito: la maté. Pueden dejar de leer ahora. Si son la clase de personas a las que les gusta solamente el final de una historia, entonces estarán conformes. Saben ya, pues, que soy un asesino.
Pero si, en cambio, son de aquellos que les gusta oír, entonces me seguirán un poco más, porque junto con el homicidio, admito que las razones que le llevaron a asesinar a la señora Valentina no fueron ciertamente las más comunes.
¿Todavía están aquí?, bien, entonces les agradezco que oigan mi historia.
Conocí a la señora Valentina en un baile de sociedad al que mis padres me arrastraron, obviamente en contra de mi voluntad. Debo decir que esas celebraciones ilustradas, llenas de encanto, magia, camaradería, simpatía y demás, no eran de mi agrado. El brillo y la pomposidad que siempre habían rodeado mi vida poco me interesaban, y prefería sumergirme en la lectura, sobre todo aquella fantástica o de terror, que exaltaba mis sentidos.
Repito, allí conocí a la señora Valentina. En realidad conocí a su hija, la señorita Cristina, una muchacha hermosa como no había otra. De veintiún años, tenía en sus mejillas esa combinación que vuelve loco a un hombre, mezcla de picardía con temor hacia lo nuevo. Era rubia, alta, delgada y de cuerpo generoso. El vestido amarillo que llevaba parecía hecho para ella, al igual, debo decir, que la música que sonaba en el salón.
La señora Valentina, por cierto, educada, correcta, amante del buen arte, crítica de lo nuevo y apasionada por lo antiguo. Discutía política y economía. Tenía un doctorado y estudios avanzados en alguna universidad que no viene al caso.
Por lo demás, era hermosa como una perla negra. Brillaba. Esa palabra me viene a la mente. Brillaba tal como una perla lo haría a la luz de la luna, como dos o tres estrellas que en el cielo me producen cierta sensación alejada.
Había sido bella como su hija.
Mi padre me presentó a la señorita Cristina y pronto congeniamos. No porque nos lleváramos bien, sino porque era así como debía ser. Ella y yo estábamos destinados a casarnos casi como en una ceremonia exótica, de lejanas costumbres. Lo sentí y la señorita también lo sintió.
Tuvimos otras dos citas con la señorita Cristina. La primera consistió en ir a la plaza, la más amplia del pueblo, y observar a los patos. A los dos nos gustaban los patos.
La segunda vez que nos vimos fue más adentrada la tarde, cuando el sol toma el color del papiro. Nos vimos en el puente X, que cruza el arroyo Y, y no nos besamos, aunque la situación así lo demandara.
Muy bien, aunque no habíamos intimado, ya percibía yo en mi interior otro tipo de calor. Era diferente al del ritual de provincias alejadas, donde los padres deciden el casamiento de sus hijos. Era más bien otra clase de fuego. Un fuego que chispeaba como enloquecido.
¿La amaba?, probablemente. No alcancé a saberlo.
Dos noches después, fui a su casa por la noche, puesto que habíamos acordado una tercera cita, que sería a la luz de la luna. Cuando llegué, la señora Valentina, que se veía aún más hermosa que la primera vez que la vi, me dijo secamente que Cristina había salido con otro muchacho.
Me quedé asombrado ante tal acto de indiferencia. ¡Cómo!, ¿hacerme eso a mí?, primero sentí deseos de venganza, después, cuando mi mente comprendió lo que mi corazón decía, supe que no importaba mi apellido… había sido humillado en el feroz juego del amor.
Quizás fuese el momento u alguna otra cosa, pero lo cierto es que las miradas hicieron todo el trabajo. Invité entonces a la señora Valentina a cenar conmigo, para llenar de ese modo el vacío que su hija había dejado en mí.
Así fue como la conocí. Pueden dejar de leer ahora si así lo desean, no hay nada más dulce que el amor en sus primeras etapas, cuando es flor y cuando es vida. Más adelante cambia, y nadie sabe para donde va a ir. Si siguen, no puedo garantizarles que les gustará la historia.
Porque lo que sigue es el final. Y los finales son descorazonadores.
Bien, aquí están. Sigo entonces con la narración. Porque efectivamente terminé por matar a la señorita Valentina.
Salí con ella muchos días y muchas noches. Hicimos el amor. Nos veíamos en el parque, en mi casa, en el teatro, en los salones: no le ocultábamos a nadie nuestro amor. Pero había un problema: la edad. La señora Valentina era mucho más grande que yo.
Mis padres fueron los primeros en oponerse. Después fueron mis amigos. Ciertamente tener todo mi círculo en contra fue doloroso. No esperaba que me apoyaran, pero la indiferencia puede llegar a ser una sustancia dulce. Habría querido que se quedaran callados.
Soy un hombre influenciable, lo acepto. Lo admito. Pasé noches en vela pensando lo que me decían y me reclamaban. Los días se hacían largos en compañía de mi amada y las noches demasiado cortas para entibiar mi dolor.
Noté el escozor de la locura cuando, al verla, contemplaba en ella arrugas y una frente marchita. Cuando su voz no fue para mí más que un timbre apagado, cuando todo estaba en otro lugar. Mis círculos tenían razón.
Ella era vieja
Eso era el problema.
No podía dejarla. La amaba. Quería que las cosas terminaran así. Quería amarla por siempre. Pero era imposible ahora que tenía un retrato de ella.
Y fue mi amigo Franky el que, en una de sus típicas borracheras, y cuando hablábamos del tema (porque durante meses ese fue mi único tema), cansado quizás ya de mis quejas, dijo, con su extraña tonada que muchas otras veces me había hecho sonreir:
- ¿Sabe´ como se te acabarían lo’ problema’? Mátala mi amigo.
- Por Dios Franky
- Con una almohada. Mientras hacen el amó. Dime si é una mala idea mi amigo, ia no tendría’ que moletarte má.
Me di cuenta en ese momento que a veces los delirios del borracho son los sueños del sobrio.
¡Oh, y qué desgraciado fui y soy!, aquellas palabras quedaron atadas a mí como fuego en mi mente. ¡Oh, si pudiera volver las cosas atrás!, pero es imposible.
La voz de Franky estuvo todo el día en mi cabeza. Era un zumbido maldito, que me engatusó como el canto de una sirena.
Pero, en cierto modo, tenía razón. Lo tenía desde mi punto de vista. Después de todo, ¿no tenemos todos la misma edad en el Más Allá?
No planifiqué nada. Las cosas simplemente ocurrieron con la fluidez de la vida y de lo que está destinado a ser.
Esa noche estábamos haciendo tiernamente el amor, la señora Valentina y yo, cuando a la almohada, a esa maldita almohada de tela gris, le salió una boca. No creí lo que veía. La desgraciada estaba hablándome.
(Oie mi amigo que ia no lo soportas… hechale ojo del bueno a la vieja. Desaste de eia mi amigo, aquí ‘toy io)
Al principio me rehusé.
Pero finalmente cedí.
(Oie oie mi amigo oie)
Tomé la almohada.
El final ya lo he planteado y quizás sea la señal de la locura, contar el final al principio. Pero la culpa es cosa pesada. Soportarla a lo largo del relato, a lo largo de todo este fatídico relato, hubiese sido terrible.
Ahora estoy esperando mi propia muerte. Allá arriba, somos todos iguales. |