Daniel “Danny” Delino sabía dos cosas. La primera era que el negocio ya no andaba. No importaba cuánto lo intentara, las facturas a fin de mes terminaban sin pagarse. La segunda era la terrible importancia del mandamiento “no robarás”, impregnada en él gracias a su madre, que Dios la tuviese en su gloria.
Bueno, pero la segunda cosa contradecía a la primera.
Danny era buen tipo, se puede dar fe de eso. Tenía una esposa y una hija. Trabajaba duro. Pero, con un demonio, el negocio simplemente no funcionaba.
Entonces decidió aplicar algo que sabía pero que al mismo tiempo ignoraba: “debo llevar comida a mi casa, no importa de qué forma”. Si, ese era el juramento que había hecho a la hora de casarse.
Así que tomó su revólver (cómo lo había conseguido, es tema de otra historia) y se dirigió a una despensa en las afueras del pueblo, donde nadie pudiese reconocerlo.
No tenía auto ni dinero para un taxi, así que caminó casi cinco kilómetros hasta que la calle se hizo de tierra y bajó la barranca. Allí ya no había veredas, era todo un campo. La última despensa, llamada justamente “La Última” era atendida por un chico de 18 años que había conseguido su primer trabajo para poder pagarle regalos a su novia. Antes de entrar al local, Danny pensó que no era tan diferente del mocoso.
(No voy a dispararle a nadie, solo a buscar dinero)
(No robarás)
Esa era la voz de su madre, que Dios la tuviese en su gloria. Ella tenía razón. Ella jamás robó y le había enseñado todas las bondades de llevar una vida religiosa. La vida eterna, el Edén, la miel y la leche. Todas esas cosas hermosas.
(Quedarán vedadas para ti, pecador oscuro, si te atreves a tomar lo que no es tuyo)
Pero Danny no podía ver a su hija con hambre. Simplemente, no podía. Y él era buen tipo, ¿por qué Dios se había ensañado con un buen tipo?
(Perro sucio malagradecido, ¿cómo te atreves a decir que el Altísimo se ha ensañado contigo?, ¿acaso te crees tan importante?)
Omitió ese último grito de su madre. Entró a la despensa, que olía a cebollas y a aserrín, y enseguida salió el adolescente a atenderlo. Tenía una sonrisa ensayada en la cara, pero era buen chico:
- ¿En qué puedo ayudarlo, don?
- Bueno… yo… estem….
Danny miró a su alrededor. No había nadie. Nunca iba nadie a La Última. Podía hacer lo suyo sin problemas pero…
Pero…
(Él lo ve todo)
(¡Oh, Danny!, pero, ¿en qué me he equivocado?... ¿cómo puede ser que hayas salido torcido, pecaminoso, sucio y malagradecido?, ¿es que no fuimos lo suficiente a la iglesia?, si no podías mantener una hija, ¿para qué la tuviste?)
Entonces Danny se dejó llevar. Sacó el revólver y al grito de “arriba las manos”, apuntó temblorosamente al chico, que reaccionó al instante y se quedó estático. Hubiese sido una escena graciosa de verla desde afuera: Danny y el muchacho, los dos temblando como un par de hojas al viento.
(¡Oh, mi pobre, pobre Danny!):
- ¡Cállate!- gritó Danny- ¡Recé lo suficiente!, ¡recé, pero no me escuchó o no sé que hice mal pero no pasó nada!
(¡No seas blasfemo, no hables de ese modo!):
- ¿Y de qué modo quieres que hable, madre?... ¡De qué modo!
(Oh, mi pobrecito chiquitito, y eso que fuiste a una escuela católica… pero el Único se encarga de todos sus seguidores, así es, así es…)
- ¡Cállate madre, por Dios, cállate de una maldita vez!, ¡tengo que darle comida a mi familia, no puedo dejarme morir y…!
Hubo un estallido. En ese momento Danny fue consciente de que algo había atravesado su abdomen, haciéndole un agujero del tamaño de una bola de baseball. Mientras se desvanecía, vio que el muchacho sostenía un revolver igual al suyo. Durante su monólogo, lo había extraído y acababa de disparar.
(No somos tan diferentes después de todo, él también sólo quería vivir) pensó Danny.
Daniel “Danny” Delino sabía dos cosas: la primera, el negocio ya nunca iba a funcionar. La segunda… bueno, la segunda la había olvidado.
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