El gorila levanta los brazos. El gesto indica que quisiera increpar a dios. Los brazos largos caen a tierra y se enredan alrededor de un niño de tres años y medio. El hijo rubio y escuálido es atrapado por los enormes brazos del padre, quien lo envuelve y zamarrea. Las partes del juego se muestran de a poco. No veo la pelota sino hasta que de algún modo la mientan. En efecto, el niño tiene una pelota de colores, más grande que su rostro o su tórax. La sostiene con ambas manos y es sacudido ferozmente. El gorila pega su cara negra al rostro del niño y, cuando comprendo que no es un juego, como un dios malo, patológicamente didáctico, compulsivamente pedagógico, ejemplifica un mandamiento a voz en cuello, con esa enorme bola negra peluda que tiene por cabeza, como si su voz saliera de la cabeza entera, una voz desarticulada, no modulada por cuerdas vocales: ¡te la robaste de mi trabajo, nadie te la regaló, ¿entendiste?!
El padre de kipá sigue zamarreándolo pero el niño no se desarma en pedacitos. Las sacudidas no aflojan los miembros, no cae el brazo por un lado, la cabecita por el otro. Y cuando el niño admite “sí”, confiesa “sí”, y la pelota le es retirada, la bestia lo suelta.
Toda la familia es religiosa. Las dos hermanas de seis y cinco años atienden al desconsuelo mudo del más pequeño. La madre por el contrario lo ignora o pretende ignorarlo. Al padre que le arrebató la pelota y quien se aleja enfurecido, le brotan todavía algunas chispas de ira. ¡Ese grito de un dios simiesco! Aun lo escucho. Su hijo también. ¿Cómo habrá de entender algún día ese niño que él no robo? Imagino que nunca lo sabrá. Se hundirá tercamente en el dogma de la religión, con la tácita prohibición de hacerse ciertas preguntas. Nunca lo sabrá, pero él no robó.
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