45 veces que escucho el rebote anguloso de mis rodillas en el colchón de la mamá, el sonido cantando mi espera, mi refugio y mis rodillas clavando, martillando, rebotando contra las tablas sueltas.
46, 47, 48, 49 todos los colores de la casa pueden subir y bajar por mi cortina ladrillada. Veo mis ojos pintando brochazos, amasando colores que suben y bajan, saltan, rebotan.
Es el único hueco, el único espacio de la semana en que la mamá me deja sola para comprar el pan, un pedazo de cielo asomado desde un hueco en el techo.
Entre esquina y esquina, los pasos cuentan los segundos, y los matices de color que hay desde mi casa, la panaderia, y mi burbuja ladrillada.
Rebotan las las lianas que cuelgan de mi cabeza, y golpean el dorso de mi pijama gastado, me dejo caer de espaldas mientras el cielo se transforma latiendo de rombo a cuadrado, cuadrado a rombo. Todos los colores, las rodillas, el amarillo giran y giran en una mancha de día Domingo.
Al fin logro recuperar mi aliento agitado, cuelgo los pies como un columpio y salto al suelo.
20 minutos han pasado, ordeno la cama y golpeo los cojines hasta que vuelvan redondos a verse perfectos, arreglo las sábanas arrugadas y deslizo mis delgados dedos por los bordes de las almohadas.
Entro a mi pieza y cierro mi puerta de vuelta.
Trato de calmar mi respiracion mientras inhalo el aire sucio a medicamentos. Doblo mis brazos entre las mantas, vuelvo al tiempo, un molino gira nuevamente en su cierto sentido, me arrimo a la vida cotidiana y veo pasar los últimos segundos en el reloj de pared, el minuto 30, ruido de llaves en la puerta, escondo el resto de mi cuerpo en mi nicho de niña enferma.
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