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EL TORMENTO DE LOS RIGAMONTTI




La tempestad azota sin piedad la integridad del viejo rancho. Las ráfagas de vientos evidencian las partes flojas que el dueño deberá ajustar cuando llegue la primavera. El agua filtra, sembrando charcos en lugares estratégicos de la sombría guarida.
Aún así, nuestro amigo permanece inmutable, solo parece perturbarlo un poco el sonido amenazante del mar. Lo conoce bien de haberlo contemplado en sus mas variadas formas, pero lo nota distinto, desaforado; por momentos lo intimida imaginar su inmensidad irrumpiendo imponente desde la oscuridad y arrasando con todo ese pequeño pueblo imperturbable, arraigado en los médanos desde hace siglos.
La única luz que divisa desde la ventana es la del faro y en el basural de su mente, alumbrado por las velas, cirujea en la noche tratando de encontrar algun buen presagio, para la mañana siguiente.
El insomnio que lo acompaña desde hace meses, ya no le disgusta. Cree ver a la mujer que ama recostada en la cama, pero pronto los constantes golpes de la lluvia en el vidrio lo devuelven a la realidad.
Se ofusca un poco con el mismo, no quiere tener señales que lo asocien con historias del ayer. Este lugar lo eleva a la categoría de ser humano; piensa. Y el solo hecho de tener que regresar a la oficina, a los horarios, al frenesí de la gran ciudad, lo aterra. Esta vez Rigamontti, parece decidido a no volver.
Al fin logra dormir unas horas, pero la pesadilla de hallarse suspendido en el tiempo, renegando para evitar que su futuro se asemeje con su pasado, lo despierta; a las siete en punto; nunca supo como hacer para no abrir los ojos en horario de oficina, estando de vacaciones.
No desayuna, no quiere irse con él estómago lleno. Se asoma por la ventana nuevamente y el amanecer le regala una última postal que lo hace dudar de la gravedad de su estado. El sol, incandescente por un instante, se abre camino entre las nubes y el mar; se frota los ojos y sacude su cabeza sorprendido al percibir la claridad del horizonte. Pero a esta altura ya no importa, demasiado tarde para contemplar la belleza de la naturaleza; sentencia mirando al suelo sin ánimo.
Ahora si se acerca la hora; le tiemblan las piernas al salir a la galería por mas que el viento proveniente del Atlántico no es mas que una suave brisa. Y el desdichado, se apresta a realizar el ritual de las ultimas trece mañanas.
Con cuidado paternal reposa su tabla sobre las piernas y sin disfrutarlo comienza a frotarle la parafina; desde que la decisión está tomada todo parece un trámite. No va a volver el día indicado a la hora indicada como lo ha hecho en los últimos quince años, a verle la cara a sus superiores que seguramente en este preciso momento, estarán preparando entre risas sarcásticas, las tareas que él deberá realizar cuando retorne el lunes. ¡No! Retumba en su cabeza una y otra vez; hoy esta dispuesto a romper ese designio maléfico del destino, lo estimula imaginar la cara de desconcierto del mal parido de su jefe; preguntando: ¿Rigamontti no regresó?
Enfurecido, enérgico, rescatado de la quietud por un ataque de ira, toma su tabla con ambas manos y emprende el descenso a través de las multicolores cabañas que decoran el médano. Se distrae por un momento con la jauría del lugar; en su estadía había entablado relación con algún que otro perro. La melancolía de sus miradas le hizo sospechar que intuían su desgracia.
¿Por qué esta turbia condena a nuestra especie? Se cuestiona por un instante implorando al cielo; al ver que la jauría se aleja libre, guiada por los estímulos más elementales del reino animal.
¿Por qué insistes con esta locura? Le preguntaría yo si me escuchara. Pero nuestro héroe continua compenetrado con su tarea y ya está atravesando raudamente la línea de las precarias barcazas de pescadores que reposan en la playa.
Al ver que la distancia que lo separa del mar se acorta, toma una bocanada de aire como si fuera la última y al acariciar la espuma sus pies, pareciera encenderse de vida inflando su pecho. El agua helada no lo amedrenta, se introduce unos metros y se lanza con decisión sobre la tabla.
Casi como un juego pero con vehemencia, traspasa una a una las cónicas olas imaginando que son las etapas de su vida. Cada vez más grandes, pesadas e incontrolables; las heridas arden, pero presiente que pronto pasará la rompiente.
El hombre rema y rema con una furia desconocida hasta entonces. Sólo él, sabe que elucubraciones internas lo llevan a extraviarse en la inmensidad del océano.
Al fin, por casualidad creo yo, encuentra un resquicio sereno en la abrumadora marea y logra sentarse en la tabla. Le cuesta divisar la costa, pero al sol lo tiene de frente. Respira profundo al contemplarlo, se siente seguro a la hora de la decisión más importante de su vida, o de su muerte.
Una serie de imágenes y recuerdos tratan de entorpecer sus planes; tal vez sea lo que le queda de conciencia. Piensa en su familia, sus hijos ya están grandes, hace meses que no sabe nada de ellos; su mujer lo trata como a un adorno mas de la casa. Trata de imaginarse como serían los lugares que frecuenta sin su presencia y nada. Solo ve su silla en la oficina ocupada por otro triste asalariado.
¡Se exalta! Recordar su trabajo lo enerva ¡Basta de vacilaciones! Grita sin que nadie tenga la menor posibilidad de escucharlo. Hacia vos voy, le murmura al sol como síntesis final de su cadena de incongruentes alucinaciones.
Y sin mas protocolos que lo retrasen en su faena, suelta la tabla y se aleja premeditadamente de ella, con la certeza de que había elegido un final apoteótico, de esos que llaman la atención, (la que nunca le habían prestado).
Ahora si, nuestro suicida naufraga con el rostro sumergido y los brazos estirados hacia los costados; como si ya fuera un cadáver devuelto por las profundidades; inocentemente relajado.
¡Si! ¡Inocente! Como si alguien pudiera dejarse morir sin ofrecer la mas mínima resistencia.
Tal vez su comprobada incapacidad de ser feliz lo haya llevado a pensar confusamente que cerraría los ojos y listo; así de simple; su calvario terminaría.
No... Hasta él mas distraído de los que rocen su vida, puede detectar que hace años que no sonríe; todo afecta su ciclotimia. El continuo “si jefe” en su trabajo lo ha acostumbrado a resignarse ante todo, a adaptarse a las más tristes condiciones con tal de subsistir; esperando a que pase el tiempo, solo, aislado; prisionero del imperceptible movimiento de las agujas del reloj, (cuando se las mira).
Su paranoia con las cámaras de videos que continuamente lo filman, lo llevaron a tener cuidado (y lo que es peor) a dudar del significado de todas sus acciones. Lo mortifica haber gastado tantas energías en algo que nunca quiso ser y los objetos que le habían presagiado que al adquirirlos, le darían sentido a su existencia, yacen a su alrededor sin devolverle el menor interés. Esa sumisión sin dar ni la más insignificante batalla lo convirtieron en una especie de ente inorgánico manejado por cuestiones, “aparentemente”, ajenas a él.
Los créditos, las cuentas, las obligaciones, las costumbres, los horarios, los reglamentos, las leyes; en fin, todo lo establecido, poco a poco fueron relegando sus sentimientos originarios y lo atraparon entre los muros de una estructura cuasi inerte.
No es que lo justifique, pero en el fondo comprendo a nuestro querido Rigamontti, esa carrera vertiginosa, frívola y cruel, chocando de frente con las trivialidades de este pueblo olvidado por las deidades de la cultura capitalista, es evidente, genera una crisis en él. Con un agudo y visible cuadro de estrés laboral; el deber de volver, lo enfrenta al espanto.
Y ahora obsérvenlo, una vez más a la deriva, preso de la corriente.
¡Aguarden un segundo! Pareciera que nuestro amigo intenta reaccionar.
¿Realmente es él?. ¡Sí! ¡Mírenlo! Desesperado comienza a dar manotazos para mantenerse a flote. ¡Increíble! ¡Aún corre sangre por sus venas!
¡Dios! ¡Pobre infeliz! No debe haber sensación más triste que arrepentirse de algo y no poder hacer nada para remediarlo. ¿Qué lo habrá hecho recapacitar?
Las olas parecen agigantarse, como si el magnánimo estuviera castigando la osadía del ateo, por creer que podía terminar con su vida cuando él quisiera. ¡Que tristeza me aflige el corazón! ¡Ni siquiera su propio final puede decidir por sí mismo!
El cielo que oscurece y la sudestada seguramente oficiarán de verdugos. Rigamontti lucha como nunca antes lo ha hecho, pero una persona en condiciones físicas normales no resiste mas de cinco minutos flotando; él ya lleva diez y de a ratos se rinde. Ahí lo vemos sin que podamos hacer nada; vuelve de nuevo a tirar manotazos, busca algo para agarrarse pero es en vano.
Desde que comenzó su trajín por primera vez siente miedo; cree haberse equivocado; se rinde por un instante convencido de que su salvación es improbable y quien sabe de donde saca fuerzas para luchar un minuto más; se rinde y lucha de nuevo, el final que pretendía y ahora no, está cerca. ¡No sufras mas condenado amigo, entrégate a las profundidades y tal vez te recompensen con dignidad!
Aparentemente así lo hace, sus pulmones deben estar afectados por el agua, lentamente se hunde, lo único que logra mantener en la superficie es su boca para toser, pero ese, es su último suspiro.
Y repentinamente... ¿Qué es eso? ¿Milagro? Algo rígido golpea su nuca; a pesar de estar a segundos de desvanecerse no tarda mucho en darse cuenta que es.
¿Un guardavidas que desde la costa observó todo? ¿Un grupo de pescadores que justo retornaban a tierra firme? ¿Un delfín inteligente como en los cuentos de Wald Disney?
No. En absoluto. ¡Que situación tragicómica! ¡Que divina paradoja! Lo único que acude en su ayuda es su tabla. Sí; ese objeto inanimado tanto como él. Ese pedazo de espuma plástica, recubierto de nylon sintético y con inscripciones extrañas que nunca se dignó a comprender que significaban, vuelve como un animal fiel a rescatarlo en el peor de los tormentos a pesar de que su amo lo haya echado.
Rigamontti casi inconsciente, con la poca fuerza que le queda, se aferra como a lo que más ama en este mundo y se entrega completamente a ella. Tose y escupe decenas de veces y se resigna a esperar que el destino se apiade de él.
Finalmente la conjunción de la tabla con las olas hace su trabajo y nuestro arrepentido golpea contra las piedras de la bahía; con él último ímpetu se escabulle hasta incorporarse para empezar a caminar cansinamente, arrastrando su vapuleada humanidad entre las enormes rocas, que anteceden a la playa.
La jauría impávida, únicos testigos vivos del hecho lo observan como con lástima; al menos eso interpreta él. Ya ganado el camino cuesta arriba y sin tener real dimensión de lo ocurrido, Rigamontti trata de mantener la mente en blanco, no quiere reflexiones que lo condenen y menos aún, arrepentimientos.
Al llegar a la galería se enjuaga la arena, la sal y las partículas de ostras del cuerpo y se pone ropa seca, se introduce en el rancho y como si nada hubiera pasado se mete en la cama. Su mujer, al sentir invadida su calidez, entre dormida le susurra:
_Estás helado... ¿Cómo estaba el mar?
_Tranquilo. Responde naturalmente Rigamontti.
Nunca sabremos que impulso vital lo hizo reaccionar de su letargo. Si la imagen de su familia, el amor a su mujer o porque no, la decisión de mandarlo a la mierda a su jefe. Lo que sí sabemos con exactitud, es que cada nuevo año antes de tener que regresar a la alienante rutina, nuestro ente urbano, llega cada vez mas lejos en su afán por patear el tablero, fantaseando que por lo menos así, espiará por un instante la libertad.

Texto agregado el 29-11-2009, y leído por 164 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
18-12-2009 excelente jeroni
 
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