Me encantaban los columpios de casa,
en especial uno de ellos, era rojo.
Desde abajo nada raro pasaba,
pero ya desde arriba lo veía todo.
Era el columpio más veloz,
tan ligero y rojo como lo recuerdo,
cómo quisiera dar hacia atrás el tiempo
para mecerme de nuevo en él.
Pero eso no se puede, al parecer,
porque lo he tratado unas mil veces,
todos los días, todos los meses,
todos los años y no se puede.
Es frustrante cuánto he querido
volver a estar en el columpio rojo
junto a quienes eran mis amigos
y disfrutar otra vez de aquel modo.
Siendo un niño como lo fui,
de arriba a abajo en repetitiva,
qué rápido me lleva la vida
que me ha traído hasta aquí.
Hoy lo he venido a observar,
y viendo de nuevo el columpio
es que me pongo a pensar:
qué liviano es, ya no sube tan alto.
¿Será que estoy más pesado
o el viejo mecedor rojo ya se siente agotado?
Veo cómo me sonríe, me recuerda
sabe quién soy yo, no habré cambiado tanto.
Pero me debo ir de prisa, casi corriendo
para que el llanto no se apodere de mí
ya a lo lejos me dice adiós y sonriendo
el viejo columpio del jardín.