El Sobre
Estaba cansada. El ajetreo a que se había obligado a sí misma durante toda la mañana, le pasaba factura. Ni siquiera había querido parar al mediodía para almorzar decentemente. Apenas un sándwich comido a las apuradas en un bar, de donde había salido casi corriendo. A respirar hondo y desear que el mundo se detuviera en ese preciso instante, cuando el sol del comienzo de la tarde le hacía arder las mejillas.
Había llamado a la oficina para avisar que no volvía y caminó veinte cuadras hasta el hospital. Cuando salió con el sobre en la mano, ya había decidido no abrirlo hasta la noche.
Dio vuelta a la manzana y se encaminó a la plaza que la recibió como si la estuviera esperando. Se había sentado en un banco dispuesta a gozar de la vida que se le entregaba. Los niños, los pájaros, el sol. Prendió el quinto cigarrillo del día y trató de dejar la mente en blanco fijando la vista en la copa de los árboles.
No sabía cuanto tiempo había pasado. Pero comenzaba a oscurecer y los niños habían dejado el lugar, dando paso a otras figuras que le perecieron amenazantes. Apretó el bolso y se apuró a salir. Caminó por Entre Ríos y sintió unas ganas urgentes de orinar. Había mirado con ansiedad cada bar por el que pasaba, tratando de imaginar cuál tendría un baño aceptable. Entró en uno que le pareció bien, más por apuro que por convicción. La elección no había sido buena. El baño estaba arriba. Apenas si podía moverse en el mínimo espacio en el que el inodoro lo ocupaba casi todo. Orinó, como siempre, casi parada. El miedo a contagiarse “cualquier cosa”, como le habían enseñado desde chica, la obligaba a todo tipo de malabares. Como si no hubiese mil maneras más de contagiarse! Ella lo sabía. Sin embargo, apretó el botón con la base de la mano cubierta con el puño de la campera. Mientras se lavaba las manos, buscó su cara en el espejo. Entrecerró los ojos y trató de imaginarse cómo sería su último gesto. Pero sólo consiguió sobresaltarse al reconocer en sus rasgos, los de su madre. Aunque solamente había tenido como referencia algunas fotos, porque había muerto cuando ella era muy chica. La invadió otra vez aquel sentimiento de abandono y rabia. Salió a la calle. Ya estaba oscuro del todo. Hora de volver.
Eran las nueve de la noche. A las diez estaría en casa. En la protección de su casa.
La fila de personas daba vuelta la esquina. Sabía que tenía una media hora hasta que pudiera subir al colectivo. Prendió un cigarrillo y la primer pitada llenó sus pulmones castigados provocando un nuevo ataque de tos. Se prometió que sería el último del día.
Trató de contar desde su lugar, las personas que tenía por delante para calcular si lograría su asiento. Le dolían los pies y maldijo el momento en que había decidido ponerse las botas.
Guardó el encendedor y miró de refilón el fondo de la cartera. El sobre todavía estaba ahí. La loca idea de que hubiese desaparecido la hizo sonreír. Como si por el solo hecho de desearlo fuese a suceder. Pensamiento mágico, así decía su psicólogo. Pero la blancura del papel se destacaba en medio del desorden del bolso.
Miró el reloj. Seguramente llegaría un poco antes de las diez. Trató de distraerse oyendo la conversación de la pareja que tenía detrás. Cualquier cosa que la alejara de sus propios pensamientos estaba bien. Pero la conversación ajena, que por lo general solía desatar su imaginación, le llegaba ahora como un parloteo inconsistente que no era capaz de decodificar.
Miró a través de los vidrios del bar que tenía a su izquierda y se preguntó si en el maletín de aquel hombre de anteojos o en la cartera que colgaba de la silla de la rubia, habría algo que pudiese cambiar sus vidas, tal como sentía que sucedería con ella a partir de esta noche. Porque no sería hasta esta noche en que supiese. Había puesto una hora limite. La sentencia sería leída a las 22.
La fila comenzó a avanzar y tuvo que apurar el paso. Sus pies volvieron a reprocharle la mala elección del calzado.
Sacó el boleto con las monedas que tenía preparadas desde hacía rato. Sintió la mano húmeda y notó las marcas que habían dejado las monedas en la palma. La máquina le devolvió el cambio que tiró en el bolso, esta vez sin mirar su interior.
El asiento fue la recompensa. Pudo elegir en la fila de uno. Cualquier contacto físico con otra persona, le hubiese resultado insoportable.
El ómnibus comenzó a moverse y agradeció el aire que entró por la ventanilla de vidrios sucios que había abierto antes de sentarse. Las luces brillantes de la calle fueron opacándose a medida que se adentraban en los barrios.
Un sueño liviano le ladeó la cabeza y terminó durmiéndose casi sin darse cuenta. Soñó. Caminaba en medio de una oscuridad profunda con los ojos muy abiertos y los brazos extendidos y cruzados por delante, para protegerse de algún obstáculo. El miedo le latía fuerte en el pecho y casi le impedía respirar. Sabía que los perros olerían su miedo y los percibía sin verlos. Podía oír sus jadeos en medio del oscuro silencio. De repente, su pie derecho, se hundió en un pozo de tierra blanda haciéndola trastabillar. Descruzó los brazos tratando de buscar un apoyo que no encontró.
El barquinazo del colectivo la despertó con un sobresalto y por un momento creyó seguir en el sueño, porque cuando abrió los ojos, la oscuridad que vio por la ventanilla, la confundió.
No sabía bien en que lugar del trayecto se encontraba. Pero era seguro que los barrios de la capital ya habían quedado atrás. Le pareció reconocer un descampado cercano a su casa. Necesitó que el colectivo anduviera unos minutos más para percatarse de que se había pasado varias cuadras. Se apuró a bajar, y aunque la avenida estaba bien iluminada, el miedo que la había acompañado todo ese día, y que se había instalado hasta en el breve sueño de hacía unos momentos, seguía incrustado en su estómago y se transformaba en náusea.
Eran las diez y diez. Eso la puso más ansiosa. Ya tendría que haber llegado. Las primeras cinco cuadras las hizo casi corriendo. Luego aflojó el paso y supo que todo estaba a punto de terminar. Este día que había comenzado a vivir, no esta mañana, sino una semana atrás cuando con paso inseguro entró en el laboratorio y entregó dócilmente su brazo para la extracción. Terminaría dentro de pocos minutos, cuando por fin llegara, e inevitablemente, del fondo de la cartera, lo incierto tomara forma real.
|