Alumbrados por el candil y entre bromas con las hijas de Doña Licha, transcurría la cena, me retiraba a las nueve de la noche y en el consultorio, prendía la lámpara de gasolina. Leía y escuchaba la radio. Cuando las letras bailaban, apagaba y abría los oídos. La noche es otro universo: las chicharras, el aleteo de grandes aves, los maullidos de los gatos, el ladrido de los perros, las pisadas de los viajeros, o bien el trote de las mulas que llegaban cargadas con cartones de cerveza. Por momentos había instantes de silencio profundo que eran ahogados por el canto de los pájaros chisteadores. A eso de media noche se oían voces y una marcha de varios caballos en fila. Después sabría que en el pueblo estaba una guardia del ejército y que hacían su ronda, para sorprender a los abigeos y talamontes. Siempre tuve una mala impresión de los militares, pero cuando conocí al sargento me pareció buena persona. Vivía con su esposa y sus hijos y por las tardes jugaban al volibol con jóvenes del pueblo, semanas después me incorporaba al equipo. Hombre que rebasaba los cuarenta años, atlético, elástico, sonriente y que tenía en alto el deber. Fue bien visto por la población, cuando castigó a soldados que molestaron a una muchacha diciéndole piropos atrevidos. Los militares ocuparon la única celda que había y fueron el blanco de las miradas y una advertencia para el resto de los soldados. La cárcel la compartieron con un borracho insolente y una yegua que comía las flores del jardín.
Muchos años atrás los abuelos tenían presente la llegada del ejército donde sofocaron una revuelta. Nada importante, dirían los de razón: “ La indiada que creyó en un tal Gasca que les prometió recuperarles las tierras que les quitaron”
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