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Matías tenía la cara hundida en sus manos. Su mirada recorría por enésima vez el suelo ajedrezado, intentando descubrir algo lo suficientemente interesante como para escapar del aburrimiento durante un momento.
Tenía la sensación de estar esperando algo, cuando sabía de sobra que no ocurriría nada más. Probablemente no quería entender que ya estaba todo hecho y dicho, que esperar era tan tonto como pensar que algo pasaría. No era rencor lo que anudaba su garganta, pero sí desasosiego.

Se levantó del sillón y comenzó a caminar lentamente dando vueltas alrededor de la mesa. Se miraba las manos fijamente, por el dorso y por el anverso, observando cada milímetro de su piel en busca de la mancha indeseada. El caso es que siempre había sido extremadamente ordenado, rozando lo paranoico. Y cuando estaba nervioso, su obsesión se multiplicaba.
Pasó el dedo por encima de la mesa y, aunque sería imperceptible para la mayoría de las personas, él iba notando cómo las partículas de suciedad rodaban por los pliegues de la yema de su dedo. Se dio cuenta de que llevaba ya media hora decidiéndose, y aun no había llegado a ninguna conclusión
Se detuvo delante del aparador repleto de platos y copas. Se miró en el reflejo difuso que ofrecía el cristal protector. No pudo evitar pensar, al narrarse los últimos minutos que había vivido, que su historia podría asemejarse a la del Raskolnikov de Dostoievski.
Miró el reflejo de sus labios. Los movió como si susurrara “crimen y castigo”, pero de su garganta no surgió ni un sólo sonido. Un Dostoievski descafeinado, sin muertes, ni sangre, ni huidas envueltas en sudor frío.
Decidió que era el momento. Tomó sus cosas y salió de la casa. El portazo crujió seco. Detrás se quedaba una casa con muchos fantasmas, y, encima de la mesa, una nota de adiós con sabor a reproche dirigida a su madre.
No pudo dar más de dos pasos sin tener que detenerse. En el rellano había una niña acurrucada sobre sus rodillas. Su pelo, negro azabache, caía derramado por sus hombros. Sus manos cetrinas, tatuadas con símbolos desconocidos para él, descansaban sobre sus piernas. La niña tendría unos quince años y unos profundos ojos verde aceituna.
Preguntó qué quería, pero la niña sólo encogió los hombros. Él se agachó hasta que los ojos de ambos estaban a la misma altura. Le repitió la pregunta.
La niña volvió a encoger los hombros.
Frunció el ceño, y le preguntó: - ¿a quién buscas?. Esta vez la niña estiró su brazo y apuntó a su frente.
Por alguna razón recordó una frase que solía decir su viejo profesor de filosofía: “cuando un dedo apunta al cielo, el tonto mira al dedo”. Y visualizó su frente apuntada por el dedo de la niña, como si pudiera verse desde sus ojos.
El dedo seguía ahí, flotando frente a él. No estaba muy seguro de que quisiera decir que le buscaba a él. Al fin y al cabo, no había entendido la primera pregunta. Probablemente, no hablaba español.
¿De dónde eres? - preguntó con suavidad.
La niña puso su dedo en el suelo, y empezó a dibujar en él garabatos y líneas sin sentido. Matías no veía nada, sólo huellas sobre el polvo haciendo formas extrañas en el suelo del rellano.
No hay nada - murmuró.
La niña asintió con la cabeza.
- ¿Nada?... ¿El desierto? - se sorprendió de su agudeza, pero enseguida le invadió la sensación de que era algo que sabía con anterioridad.
La niña se tocó las manos. Manos llenas de líneas trenzadas de tatuaje.
- Y, ¿por qué me buscas?
Ella señaló la ventana que había en el rellano de la escalera. No se veía nada fuera. Sólo un cielo oscuro tintado de ámbar. Se levantó, lo tomó de la mano y lo acercó al marco. Con sus grandes ojos verdes perdidos en el inexistente horizonte nocturno, se subió al borde y dio un paso hacia el cielo de la noche de verano. Una noche de verano de calor blando y olor a jazmín, las ventanas apagadas escondían personas dormidas, el tiempo se había parado. Él la siguió.

Nadie sabe en qué momento lo que cuenta Matías deja de ser cierto. La única verdad es que se levanta cada día desubicado en el sanatorio donde está interno desde hace tres años. Apenas se reconoce en el espejo, y no deja de repetir, cada día, que la historia que he relatado, le sucedió ayer.

Texto agregado el 26-11-2009, y leído por 274 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
26-11-2009 Es una historia impactante , no lejana a cualquier realidad , con los misterios que suele esconder y asomar las mentes, muy bueno ,( o-jala lo encuentres ) =D mis cariños dulce-quimera
 
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