El agua de la piscina solo llega hasta los tobillos: o el suelo esta elevandose o este es un sueno romano. La hojarasca flota debajo de las moscas, las lleva de un extremo a otro y ellas, divertidas y soberbias, sacuden sus miles de ojos de izquierda a derecha. El agua se torna mas verde aun, hay un cierto sentido en sus oleajes, y su misterio se vuelve publico. Ya no te dejo beberla mas; recojo tus cabellos y los aparto de mi boca, tres de tus dientes han empezado a brillar, tienes los ojos en blanco y me asusta tu silencio.
Te beso, recojo tu brazo -amoratado ya- y lo cruzo sobre mi nuca, te vuelvo a besar. De las orejas te salen veintitres pequenas abejas, zumbando de miedo. Las mato a todas de un zarpazo. Me arrastro hasta el filo, te arrastro conmigo, empiezas a reir y yo respiro aliviado, mientras el agua vuelve a subir de nivel. Abres los ojos, los traes de vuelta y me increpas el tiempo y las aguas.
Yo, confiado en mi pericia, en mi encanto, te miro altivo, te ignoro y te digo que he matado las abejas que estaban habitando tu cabeza, que deberias agradecermelo y construirme un barco gigante de color rojo. Tu, con el pelo aun goteando agua, sonries agradecido. Me besas, me abrazas, me pones las manos en el cuello y empiezas a apretar con fuerza.
El cielo se pone negro, gris mas bien, con unas nubes redondas y arreboladas que me recuerdan las faldas que usaban las gemelas Pacheco en la escuela. Entonces el aire se engorda, se engorda tanto, como si hubiera estado a dieta de pasta y lacteos, como si dos elefantes entraran por mi nariz. Quiero cerrar los parpados y dejar de ver hacia arriba, quiero dejar de ver el cielo gris y morir suavemente entre tus manos.
Te das cuenta de que eso es lo que quiero, y me sueltas. Yo lloro un poco. Ries, empiezas a tararear una melodiÂÂa que no existe, que te has inventado para apaciguar los nervios.
Te sacudes el agua del pelo, me salpicas la cara y me obligas a sacar las piernas de la piscina, me pides que te perdone. Yo digo vale. Vuelves a hundirte en el agua, nadas unos trece o catorce largos. Saltas fuera, corres alrededor de las baldosas y te detienes frente a mi. En el ambiente ha empezado a correr un tinte amargo, y los dos oteamos el horizonte, abrazados.
Huele extrano, dices. Es verdad, digo. Empezamos a bailar como cosacos, con los brazos apoyados sobre nuestros hombros. Tarareamos esa tonada inexistente -la mejoramos, de hecho- y caemos sobre la hierba humeda, casi borrachos de tanta musica absurda.
El olor amargo ha seguido cayendo suave sobre nuestras cabezas. Me recuerda mucho a la leche cortada. Te lo digo y vuelves a reiÂÂr y a apretarme el cuello. Yo vuelvo a ver el cielo gris y las nubes que parecen la ropa de las Pacheco. Me sueltas y vuelvo a llorar por no poder morir entre tus manos.
El olor a leche rancia se ha metido hasta en el agua de la piscina y, desde ahiÂÂ, vuelve a emerger mas amargo todaviÂÂa. Me dices, mejor nos vamos. Te digo, vale.
Empezamos a correr, a correr sin mirar hacia atras, como dos jabaliÂÂes en estampida, como dos ladrones de poca monta, con los ternos de bano por unica vestimenta. ReiÂÂmos, no paramos de correr, ni de reir. Pero el viento ahora tiene tambien el maldito olor a muerte inminente y podredumbre; y nos rodea implacable. Me abrazo a ti, te digo hasta aqui llegamos, dices creo que siÂÂ, amor. Al decirlo, de nuestras bocas vuelven a salir veintitres pequenas abejas que vuelan despavoridas hacia el sur. El amargo aire nos envenena los pulmones sin remedio.
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