Yo tengo una foto tuya, de cuando eras niño...Una foto tuya que vi en el salón iluminado de tu casa con olor a tierra. Una foto pegada a un diploma, blanco y amarillento por el paso de las moscas y de los años y que anhelé mientras me agarraba la pequeñez de la cintura con las uñas enterradas en la carne. Tú me miraste con ojos de paloma entonces, con ojos anaranjados como lagos otoñales atestados de hojas muertas y sonreíste.
Huí despacio al baño luego, con el delito cuadrado palpitando entre mis manos.
Me enamoré de la puerta marrón que me regaló encierro, y del tiempo detenido entre el titilar de la ampolleta y el par de lanudos perros que mordían luciérnagas fantasmas con los amarillos ojos entrecerrados de modorra de la mañana dominguera.
Y la tierra en las grietas de los adobes y el sucio suelo de madera y los juguetes idiotas tirados por la casa, me hablaron de ti y me soplaron al oído que nunca me amarías, que mi destino de hembra inútil era quedarme sentada en las mohosas jardineras, esperando por que aparecieras, que mi destino sería siempre mirar la patente de los autos que se parecían al tuyo, con el corazón latiendo apretujado contra las venas de mi garganta, para ver si dentro venías como carga preciosa. Que mi destino sería finalmente fornicar con cualquier hombre que compartiera contigo al menos un gesto, al menos un chispazo de similitud, que mi suerte sería finalmente quererte tanto que mi propia miseria se volvería arte, se volvería envidiable para el resto, que me arrancaría de tus brazos y del aire que compartíamos y me traería aquí a la Ciudad iluminada, donde después de mucho andar para olvidarte, me descubriría sola e infelizmente comprometida con un cualquiera, guardando aún tu foto de niño estupidito y cruel, que en un descuido entre tu brazo sangrante y el ruido de la tatuadora, logré robar de la pared ocre de tu casa de campo, adonde el destino maldito nunca más accedió a llevarme.
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