MANUEL
Nunca supimos quien era en realidad, salvo el nombre Manuel al que respondía. Vagabundo y alcohólico, era conocido por todos en el barrio. De escaso hablar, solía amanecer durmiendo su borrachera de cada día amparado en algún rincón o un banco de la plaza. Entonces, junto a otros alcohólicos esperaban a que abriera la botillería para tomarse una “caña” de vino blanco y calmar una ansiedad que se manifestaba en constantes estremecimientos de las manos y el cuerpo.
Así comenzaba cada día. Vagar por las calles “macheteando” alguna moneda o ganando alguna propina cuidando los vehículos estacionados. Dinero que se transformaba en un mísero plato de comida y, por supuesto, más vino. Cuando andaban mal las cosas recurrían a algún restaurante del sector aceptando las sobras que dejaban algunos parroquianos.
Algunas veces, Manuel solía llegar hasta un taller de reparaciones de vehículos donde aceptaba cualquier trabajo menor a cambio de algunos pesos. Por lo general, operaciones tediosas como lijar al agua las carrocerías preparadas para una nueva pintura. Allí lo conocí un poco más. En esas oportunidades, este hombre de unos 40 años, llegaba con su ropa inmunda, barba rala de varios días y, lo peor, hirviendo de piojos. Por alguna razón, los trabajadores de este taller lo estimaban y solían juntarle ropas. Entonces, lo desnudaban sin que éste se quejara en absoluto. Llamaba la atención su piel rosada, casi de niño, en contraposición a su rostro negro rojizo. Luego lo introducían dentro de un tambor de 200 litros y lo bañaban con detergente común. Rasuraban su barba y cortaban los cabellos. De allí lo vestían con ropas limpias y al mismo tiempo quemaban las antiguas rociándolas con bencina.
Como dije, muy rara vez lo oímos hablar. Más allá de unas pocas palabras se hacía entender con gestos y algunos murmullos. Muchas veces intenté saber algo de él, de su familia, sus apellidos, de adónde procedía, etc. Hacía como que no me escuchaba y seguía pasando la lija con movimientos mecánicos y algo torpes. Si la incomunicación es soledad, pensaba que este hombre estaba terriblemente solo. ¿Qué pasaba por su mente? ¿Qué recuerdos se cruzaban?
Un día, cuando menos lo esperaba, ante mis molestas preguntas nombró a María. Sin poder ocultar mi ansiedad traté que me diera más información. ¿Su compañera, su madre, una hija? Por primera vez me miró de frente y creí percibir una gran pena en sus ojos turbios. No hubo más palabras.
Durante un par de años me alejé de la ciudad. Al volver se me ocurrió preguntar por Manuel. Un día de invierno lo habían hallado muerto bajo una banca de la plaza. Al parecer, nadie lloró su muerte ni reclamó su cuerpo. Fue enterrado en el patio común del cementerio general. En una cruz de madera se podía leer: NN.
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