E N M I P L A Z U E L A.
Es una imperiosa necesidad volver a mi barrio cada vez que viajo a Rancagua.
La plazuela de mi infancia está distinta, no sé por qué arrancaron el añoso aromo sin mi permiso; ¡si!, aquel de las perlas amarillas, esas que se quedaban ensartadas en mis rizos y formaban una aureola que me transformaban en princesa.
Mudo está el surtidor de la pileta cristalina, sus aguas no se atreven a danzar, los gorriones se llevaron sus canciones a otra parte, en vano los acacios mecen sus ramas invitando a una serenata; entonces lloran, y sus lágrimas son los blancos pétalos que de sus flores, desfallecidos caen.
En un impulso irresistible me quité los zapatos, el pasto húmedo no me reconoció y no acarició mis plantas como lo hacía hace sesenta años, y sentí angustia, hasta ganas de llorar. Mis pies cansados de deambular por la vida se sintieron desplazados y lentamente me llevaron al escaño de cemento frío.
¿Por qué el tiempo todo lo borra, por qué va enterrando en forma implacable, cada día nuestras vivencias?
-¡Tiempo, vive conmigo-, le grité.
¡No me borres los recuerdos, no me quites los sueños!
¡Quiero ver a mis amigos, quiero sentir la brisa de la tarde, quiero ver llover las perlas del aromo, quiero oler el perfume de los acacios, quiero escuchar las risas de mis primos y percibir el paso chiquitito de las que fueron mis amigas.
Pero…¿Dónde se fueron los niños, dónde se ocultan los muchachos y chiquillas que otrora disfrutaban de estos prados y entonaban las canciones de moda o jugaban interminables rondas?
¡Díganme de una vez dónde están, para recrear con todos ellos un trozo de mi infancia.!
(Leonor Leiva Abarca. Torres de A
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