Una, dos, tres… y en una inhalación de ahogado, la cuarta línea que reposaba sobre el vidrio de la mesita de la sala acaba de traspasar, directo por una madriguera de conejo, a una dimensión coloreada en azul orfanato, donde una Blanca Nieves, con ojeras profundas y aspecto esquizoide, luce un mullido abrigo de blancas barbas y piel de madrastra; y un Gulliver, incomprendido en su enormidad hasta la última de sus partículas, es exhibido tras las rejas del zoológico de la ciudad.
Tres líneas, y no de cal precisamente, simbolizan a la perfección tres tristes ataduras, de esas que no le permiten ir ni ver más allá de su nariz y que por añadidura refuerza para sentir que existe, que vive, que es alguien. Lamentable, lamentable y muy cierto… y sería adecuado no escandalizarse por ello, pues en este mundo no hay excepciones que vuelen fuera de la gran jaula; sería adecuado no desviar la mirada cuando lees, semioculta, tu historia entre estas líneas torcidas. Precisamente en ese estado de conciencia, el de un adicto, que es el mismo en el que muchos (por no decir todos) marcamos nuestros pasos, lo único que nos diferencia y, paradójicamente, también nos iguala, son tales amarras, que varían según lo que cada cual lleva dentro sumado a eso que creemos necesitar. Orgullo, felicidad, reconocimiento, soledad, dinero, consanguinidad, apariencia, errores, venganza, sabiduría, fe, vanidad, prejuicio, trabajo, amor, sexo, ansiedad, culpa, esperanza... y así hasta el infinito, siempre habrá sobre el altar una venda, un ancla, una cadena a la que ponerle flores que, por muy noble o satisfactorio que resulte el ensueño donde nos envuelve, ciega razón y sentimientos. ¿Qué tan libre somos? ¿Seríamos capaces, sabiendo la hora exacta de nuestra “última mudanza”, a resistir la tentación de cargar con una maleta, así sea llena de recuerdos? Si, claro.
Ni aún a solas con nosotros mismos y en un viaje a nuestro interior podemos ir completamente desnudos sin experimentar cierta vergüenza, porque a eso nos han enseñado generación tras generación por los siglos de los siglos, a acallarnos, a condenarnos, a cargar con el peso de aquello que nos seduce y la flaqueza de dejarnos arrastrar… De nada sirve aferrarse, todo lo que creemos importante sólo forma parte del paisaje, facilita la existencia solemos usar como excusa, todo es transitorio, y acá no pasamos de aves emigrantes que vuelan a tierras más cálidas, aves con los segundos contados, aves que buscan ver que hay afuera de la gran jaula, pero cada quien tiene que fabricarse su llave, una que esté por encima de la miseria humana, para poder escapar de estos barrotes.
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