en el cielo raso,
en la cama,
en el alfil y la reina
de mi pálido
céntrico ajedrez.
Mordiéndose las lenguas
de los arácnidos
recuerdos,
la pieza en la sala de
estar, el juego
inconcluso en la
existencia del agua
que surca el camino
del estío celestial,
y las manos
dirigiendo tu discurso de
ignominias postmortem
los pechos abultados
del nacimiento
del poeta.
Manchas en el silencio
y el desgarro de un grito
al cielo,
tu cuerpo que muerde a
otro y lo subyuga
al olvido, al
martirio, al
acongojamiento etéreo.
La mansedumbre de la bilis
en los labios,
el dolor de las manos
en el cuello arduo,
la mano acariciando la
suave y vil
entrepierna,
y la letra,
la letra de la boca del
lángido y casi muerto
poeta,
descolgándose,
cayéndose,
chocando contra
el suelo,
reventando contra el día,
recitando su
epitafio de sórdida caricia. |