El domingo pasado tuve invitados a cenar en casa y se me ocurrió hacer de postre una isla flotante con sambayón. Entusiasmé a todos diciéndoles que era mi especialidad, así que tenía la obligación de que quedara bien. La cita era a las ocho y media.
En la mañana preparé la entrada y el plato principal para tener todo pronto con tiempo y dejé el postre para la tarde. Después de arreglar un poco la casa, un par de horas antes, me dispuse a comenzar con la preparación. Abrí la heladera muy confiada de que tenía todos los elementos necesarios y me encontré con tres solitarios huevos en la puerta.
“No me alcanzan”, pensé. Busqué el monedero y salí volando al almacén de la esquina.
— Una docena de huevos, por favor —pedí ansiosa al almacenero.
— No hay —me contestó refunfuñando.
Como era domingo y casi las siete de la tarde, estaban cerrando los pocos comercios abiertos del barrio, así que pensé dónde más podría conseguir huevos. Corrí al autoservicio a tres cuadras de casa y me dirigí directo a la góndola donde siempre están: no estaban. Miré a todos lados y no los divisé así que con voz y cara de desconcierto le pregunté a un empleado:
—¿Dónde están los huevos?
—Al fondo a la izquierda, al lado de la heladera con lácteos —me dijo sin levantar la cabeza.
Fui hasta el lugar indicado y tomé un paquete de una docena. Me apuré para llegar a la caja y, en el momento en que fui a pagar, me di cuenta de que dos estaban rotos, así que volví a la góndola y revisé hasta encontrar un paquete sano. En el camino agarré un kilo de azúcar, por las dudas, porque no recordaba cuánta quedaba en la alacena.
Pagué y con largas zancadas regresé a casa. Miré al reloj: 19:10h. Empecé a separar las claras de las yemas y en un instante de distracción rompí un huevo entero en el bol de las claras. Antes de que la yema se desparramara, abrí el cajón de los cubiertos en busca de una cuchara grande, pesqué la yema entera entre la gelatinosa albúmina y salvé la preparación.
Cuando fui a usar la batidora eléctrica comprobé que no funcionaba, así que tuve que hacer el merengue a mano. Se me acalambró el brazo de los nervios y por la tensión que ejercía sobre el tenedor. Me masajeé un poco y seguí batiendo enérgicamente hasta lograr el punto nieve.
19:13h : Agregué algunas pasas de uvas y un chorrito de vainilla. Mezclé todo con movimiento suave envolvente en sentido horario.
Al ver que contaba con poco tiempo, opté por la versión microondas, así que busqué el molde con chimenea, le puse el azúcar con un poco de agua para hacer el caramelo a máxima potencia. Tres minutos. Me olvidé que el recipiente era de plástico, por lo que un momento después comencé a sentir olor a caramelo quemado. Abrí el microondas y desesperada comprobé la perforación del molde y el enchastre consecuente sobre el plato giratorio. 19:16h.
Decidí seguir el método convencional: ollita al fuego. Esta vez quedó a punto, así que lo esparcí en un molde de vidrio templado que me habían regalado cuando me casé. Lo llené con el merengue hasta un centímetro del borde y en dos minutos más de micro estaba cocido. Una vez frío lo desmoldé y dejé caer el caramelo por encima. Quedó perfecto. 19:23h.
El gato ronroneaba y acariciaba con su cuerpo mis piernas buscando atención, pero yo no tenía tiempo para eso. El tiempo apremiaba.
Todavía me faltaba el sambayón, así que coloqué una olla con agua para el baño Maria y sobre ella un bol con las yemas y el azúcar. Esta vez usé un batidor manual, demoré una eternidad hasta lograr el punto.19:30h. Finalmente agregué el vino garnacha y lo dejé enfriar. Quedaba una hora para que empezaran a llegar los invitados.
Puse todo en la heladera para que se enfriara.
Me sentía agitada, nerviosa, y la cocina era un desorden. Lavé todo lo que había usado y dejé la cocina prolija por si alguien entraba. Repasé que todo estuviera en orden, miré nuevamente el reloj: 19:45h. Me daba el tiempo para una ducha, me cambié y puse cara de "todo está en orden, acá no pasó nada".
20:30h: Llegaron mis amigos, yo ya estaba tranquila con la sensación de tener todo bajo control a pesar de los contratiempos.
Charlamos distendidos, cenamos y al finalizar el plato principal me dirigí a la cocina a buscar el postre.
Al ver en la heladera la isla flotante blanquísima, sobre la fuente transparente, con el almíbar brillante en su punto caramelo cubriéndola, me sentí una artista. La puse sobre una bandeja y, con cuidado, con mis dos brazos semi alzados, la admiré por un instante antes de presentarla en la mesa. Con un pie intenté abrir la puerta de la cocina que estaba entornada, cuando impetuosamente entró mi esposo a ofrecerme su ayuda.
El choque fue tan inevitable que ni un malabarista pudo haber evitado la estruendosa caída.
Todos quedamos atónitos mirando el dulce desparramo. Yo tuve ganas de gritar pero, sacando fuerzas de algún lugar recóndito de mi ser, me contuve. Dibujé una forzada sonrisa en mi boca frente a todos y con aparente calma pregunté:
—¿Llamamos a la heladería para pedir un postre?
Mientras tanto, mi gato, radiante de felicidad, se ocupaba de limpiar el piso con su áspera lengua rosada.
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