[Mi palabra vaya siempre adelante. Aún y cuando lo que aquí cuento pueda ser tomado como no cierto, siempre contaré con el impostergable beneficio de la duda, bienvenidos sean entonces los senderos preñados de bifurcaciones]…
No puedo decir que mi abuelo haya sido el mejor hombre del mundo, no sólo porque no lo fue, y eso lo sé, sino porque apenas lo conocí, y mejor es callar sobre lo casi absolutamente desconocido; pero si puedo asegurar que era, y eso es indudable, uno de los últimos grandes cultores y amantes de la madera. De su taller salían puertas, sillas, mesas y ataúdes, luciendo una perfección deliberadamente merecida en cada una de sus líneas, en cada corte de sierra y hasta en cada caricia dada a los tablones por el papel de lijar. Fue él quien aplicando su magia de ebanista, pues aún allá y más alcanzaban sus conocimientos, “materializó” la puerta principal de ese lugar que suelo llamar hogar, la misma que sin percatarme me transporta a nuevas circunstancias de mi vida cada vez que paso de un lado a otro.
Atravesar una puerta, un portal, un portón, un hoyo en la pared, es uno de esos hábitos asombrosos -a mi parecer- compartido por todos que, por cotidiano, pasa desapercibido; cruzar esa abertura en el espacio que establece libertad o encierro nos lleva invariablemente de la mano con lo impredecible, pues escrito está que las expectativas de nada valen ¿Y qué si un día no me atrevo a salir nunca más o se me pega la gana de quedarme afuera eternamente? ¿Se me acabarían las circunstancias? No lo creo, nosotros, per se, somos una. Recuerdo bien la carpintería, pequeña, acogedora, abierta a la calle, tablas y listones del piso al techo, el olor reinante del pino; de entre tantos nietos, mis hermanos y yo éramos los únicos privilegiados de poder entrar bajo la complacencia del gran patriarca, a ese santuario, con todo y eso, mi timidez excesiva, con alguien a quien veía muy de vez en cuando, me frenaba si de compartir con él se trataba.
A veces quisiera poder saber de las historias y memorias que de sus arquitectos guardan los objetos, los lugares, saber lo que nunca se ha dicho solamente con parparlos ¿Qué podría contarme sobre mi abuelo ese rectángulo de cedro que guarda la boca de mi casa o su mesa de trabajo si algún día vuelvo a aquel lugar? Mucho supongo, pero no sería igual… jamás sería igual a escucharlo de su propia voz. Un día abriré la puerta, no importa cuanto tiempo haya pasado, posiblemente ni un segundo tomando en cuenta la relatividad de su esencia, y mi abuelo estará sentado esperándome, con esa apacibilidad de la madera curada, con esa sonrisa de ‘no sabemos mucho el uno del otro pero igual nos amamos’.
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