Apenas sentían vibrar la tela, se arrojaban como dementes, sobre el bulto que forcejeaba para soltarse de aquella trampa; mas era imposible escapar, sólo quedaba esperar la muerte. Dos o tres mordidas -de acuerdo al tamaño de la presa- y en un instante estaban paralizados, luego, a una velocidad pasmosa, eran envueltos metódicamente en aquella resistente y pegajosa seda hasta ser convertidos en diminutas momias. Cuando quedaban secos por completo, los amontonaban a un lado, como en un cementerio particular...

De los recuerdos de mi agridulce infancia, jamás podré borrar a las arañas tejiendo sus redes en los frondosos mangos que se imponían en el patio de la casa en la que crecí, y a mí, encantado en su letal bestialidad de flores carnívoras con patas, cuántos saltamontes capturé entre los rosales del jardín para satisfacer su apetito insaciable, para rendirles un sacrificio de vida. Pero no todo era engañar al eterno ciclo secundando la supervivencia del más fuerte, que en ocasiones incluso, necesita de una mano más poderosa para solventar sus miserias; recuerdo también el mundo secreto de mis dibujos en los que me inventaba uno propio a la medida de mis fantasías, mis improvisadas excursiones a las copas de los árboles donde podía sentir a plenitud el viento, donde podía despegar los pies de la tierra y sentirme, igual que un Robinson Crusoe moderno, feliz de la distancia que me borraba del escenario cotidiano. Aunque no me dejaron un buen sabor, no puedo tachar de la memoria una que otra paliza de mamá y las salidas al mercado con papá, que siempre me llevaba a rastras; los juegos en la calle, en aquel entonces, sin asfaltar y las raspaduras en las rodillas… y mi madre, tunda previa, restregándome las heridas para sacar la tierra a ver si cogíamos escarmiento. Como olvidar cuando, un casi santo como yo, en quinto grado, se fugó del colegio para ir por primera vez solo al cine, esto lo he contado un millón y una de veces, pasaban La Historia Sin Fin; a mis amigos de la escuela: Lautaro, el más chico de la clase y con mucho el más temerario; Gustavo, que desde el segundo grado le dio por aprenderse los nombres de los colores de los crayones con que pintábamos; Tomás, no el más inteligente del grupo, pero si el más gracioso; Marcela, un amor platónico de esos a los que nunca te le declaras, con quien mantenía una competencia ficticia de magia que para ambos era totalmente real; y Rafael, mi eterno compañero de batallas, que siempre fue un maestro del trazo, cuyas ilustraciones, lo admito, eran superiores a las mías.

Todas estas evocaciones, y muchas más, siguen ahí, intactas, palpables aún con el paso del tiempo, añejándose y mejorando en sabor, fuentes de eterna juventud a las que puedo volver sin pasaporte ni visa… Sin embargo, tampoco puedo olvidar el día que me dijeron que ya no era un niño, que debía olvidarme de dibujar ‘muñequitos’ y esas cosas que nadie entendía, de los juegos, de mis verdades imaginarias, de ser lo que era hasta ese momento. Creí que sucedería igual que en La Historia Sin Fin, La Nada se lo tragaría todo, y en cierta forma así fue. Hoy, a muy duras penas, entiendo el por qué de aquel ‘deber’, díganme, ¿cómo se enfrentaría un pequeño, con su lápiz del número dos como varita mágica, a un planeta cundido de voraces arañas arropadas bajo piel humana?