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Ahmed Ibrahim detuvo a su camello para otear el embate próximo de un viento desarraigado y provisto de los tegumentos del desierto. Aguardó unos segundos y cerró los ojos como ranuras al ver levantarse una nube de arena tras las vaguadas. Su animal también bajó los párpados polveados sobre las bolotas tristes en cuyas pupilas se percibía algo que apenas detectó su amo: el avance iracundo de múltiples demonillos Jidjis imbricados con la arena.
Ahmed Ibrahim afianzó el embozo y la túnica que sólo dejaba a la intemperie la franja de su mirada, y clavó el mentón en el pecho ante la arremetida del llamado “Bostezo Profundo del Viento”. Sólo su montura se inquietó al sentir los pataleos y manazos desesperados de los Jidjis acarreados como parásitos por el aire.
Pasaron algunos minutos en los que Ahmed Ibrahim arrojó los garfios de su mente hacia los eventos de los días previos, en que se presentara ante el poderoso Mago Beduino Mahdim Balah para asumir otra vez una de las misiones con las que purgaba los pecados de su Vida Enclaustrada: cargar en el lomo tortuoso de su bestia cinco vasijas de terracota selladas con cera de abejas subterráneas y con dos sortilegios expulsados en un murmullo por los labios agrietados de Mahdim Balah.
Al llegar a ese punto de su evocación, Ahmed Ibrahim bloqueó sus pensamientos y se concentró en el aliento tibio que arrancaba del cheché donde se tamizaban las tormentas del Gobi. Luego aguzó los oídos y percibió apenas los zumbidos que atribuyó a los demonillos Jidjis a los que ignoró.
De súbito un silencio erizado con los rayos-púas del sol impregnó todo de nuevo, y Ahmed Ibrahim levantó el rostro y los párpados donde sintió la aspereza del polvo, en tanto azuzaba a su bestia para reanudar el camino hacia las lejanas montañas crepusculares.
Ahmed Ibrahim dio con su destino a pocas horas de que el astro enrojecido se encajara en el horizonte. Descendió del bruto junto a las estribaciones como arrugas divinas y desató las cinco vasijas de terracota parecidas a dátiles estrujados y grandes como estómagos de monos. Ya con su carga, Ahmed Ibrahim enredó las correas de su animal en un peñasco y emprendió el ascenso quitándose las alpargatas para cumplir con el ritual posando los pies correosos en la tierra.
Le tomó una hora llegar hasta la cumbre donde parecían estacionadas varias nubes como plastas de dioses paganos. Ya ahí, Ahmed Ibrahim se postró con dirección a la Meca y alabó al Único y su Profeta. Luego desprendió los sellos de cera mientras repentinas ráfagas heladas arrancaban las figuras de humo de unos seres recluidos en las vasijas, hasta disolverlos con las nubes que en verdad eran un volátil cementerio de genios transgresores.
Ahmed Ibrahim terminó su trabajo y se inclinó de nuevo, agradeciendo al destino el que medio siglo antes el Mago Beduino Mahdim Balah rehusara castigarlo vertiendo al Cementerio su antigua consistencia de humo, exigiéndole a cambio que mutara de genio en hombre para convertirse en El Brazo Justo de Allah.
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Texto agregado el 20-11-2009, y leído por 520
visitantes. (9 votos)
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Lectores Opinan |
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03-03-2014 |
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Gran relato, buena redención de ese genio maltrecho. Un abrazo! Ikalinen |
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02-12-2013 |
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Asombroso! Rentass |
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12-08-2013 |
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Excelente. Escrito con gran maestría. dromedario81 |
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03-04-2013 |
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Vaya, qué historias, cuánta cultura desarrollas, evocas los cuentos maravillosos de genios, dioses, mitología, leyendas... Bello, me hiciste viajar. cieloselva |
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07-10-2010 |
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Genial evocación del desierto y toda su iconografía. Buenísimo. Egon |
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