“La esperé despierto toda la noche. Cada tanto me mandaba un mensaje al móvil y luego continuaba, casi hostigada, conducía desde Barcelona, con lluvia, sin dormir. Madrid parecía inalcanzable, sentí miedo que le pasara algo, realmente estaba asustado.
Ella, con su desición, con ese coraje tan catalán, recorría la autopista como un fantasma, giraba con lo justo o se adelantaba cuando no debía, parecía un bólido que no podía pensar en otra cosa. Después me lo contó.
Pasaba uno tras otros los discos de música mientras los parabrisas en su vaivén marcaban los ritmos de Oscar Peterson, “Quiero llegar, debo llegar”, se repetía, dándose ánimos. Siempre la grandeza gravitó en conquistar lo recóndito.
Ella, con sus ojos verdes imposibles y su rostro tan cercano a su nombre, con su cuerpo de vendaval sin compasión por mi espíritu.
Hacia la medianoche respostó gasolina y volvió a su frenética ruta seducida por la velocidad. “Por favor, no seas inconciente mi vida”, le envié.
Cuando amaneció, tomé un taxi hacia la plaza del sol, “vaya con cuidado”, le dije a un impávido chofer. El inmenso cartel con la rubia de moda miraba hacia la izquierda, pareció decirme por donde aparecería, giré en esa dirección y caminé como un loco, dejé pasar un bus y volví a cruzar en la trayectoria contraria.Nadie que no haya experimentado un sentimiento igual podrá entenderlo.La calle central con sus columnas y su estatua permanecían vacías, desocupadas.A los veinte minutos de la última conexión me inquieté, no era lógico ese proceder de adolescente quinceañero, ponerme así por una mujer que había visto sólo una vez y el resto lo planeamos por el teléfono, no es normal, es hasta estúpido, ni la conocía y nos íbamos de vacaciones juntos.
El auto dobló por “la cañada” y aparcó apenas me vió. Tan pronto como bajó nos echamos una ojeada, fue un rato largo mientras una sonrisa pícara nos quitaba la máscara de todas las intrigas. Ella, quieta, serena, segura de saber de antemano cuanto me iba a cambiar, esperó sin pestañar hasta que llegué a su lado. A poco que la besé sin apuro, respiré su aroma. Allí los corazones obtienen lo que quieren, sin más.
Ningún reloj del mundo puede medir ese tiempo. Allí se sanan las confusiones, la vida adquiere el sentido apetecido, como una andanada de uniones, de firmezas, de fragilidades.
Por dos semanas interminables no dormimos, cabeceábamos por relámpagos pero cuando uno exploraba al otro, la fibra del ímpetu nos guiaba hacia ese interior de los amantes donde no hay cimas. Si hasta comíamos en la cama y ni siquiera pisé la playa del Mediterráneo, ni reparé en eso.
De a poco agonizaba y renaciá entre sus brazos, entra la oscuridad de la habitación de hotel, entre las toxinas de su epidermis que vajaban por la base de su espalda, esa región del coxis destinada a los dioses. Y Ella era mi única salvadora.
Jamás volveré a creer de esa forma, Ella, una preciosa soltura del destino.
Una mañana, después de dejarme en la estación de Valencia, después de planificar otros encuentros… Ella… no pudo vislumbrar que el camino serpenteaba y que detrás de la segunda parábola estaba detenido el coche.
La recuerdo sentada en el baño desnuda mirándome, diciendo “nunca sentí esto por nadie, mi niño más guapo”.
Ya ni quiero recordarlo, me duele, pude ser felíz pero no.
¿Y me pregunta si aún la amo Sr. Juez?, se lo juro, dije llorando”…

(Versión corregida con la ayuda de Gatocteles y Tiralíneas a quienes agradezco su objetividad)