SOBRE EL AMOR Y EL CELIBATO
Ayer, en la página “Cultura” del diario La Nación de Buenos Aires, se publicó una serie de artículos sobre una controversia entre la iglesia católica y un polémico libro del padre Mariani (cura de la provincia de Córdoba), recientemente publicado, y donde éste revela no haber respetado el celibato en su vida sacerdotal. Más abajo, un cardenal afirma que el celibato de los sacerdotes es “una expresión de la total donación al servicio de Dios”.
Sin entrar a analizar esta polémica, que percibo ajena, siento la necesidad de expresar, si puedo y para mí, el significado del término “amor”, pero no como una abstracción sino desde la honda experiencia personal. Concibo a éste como un estado algodonoso de enajenación, de puertas abiertas, y que presenta intrínsecamente una enorme necesidad de ser comunicado, transmitido, transvasado. En mí, tiene relación fundamental con la mujer. Con mayúsculas, como en algún sitio lo expresé ya. No concibo al amor como una abstracción, y sí como un permanente contacto, como un estado de gracia donde las sensaciones surgen y fluyen, y lo hacen hacia variadas y a veces insospechadas direcciones. No concibo al amor sin el contacto de piel contra piel, esa frontera tibia que nos cubre y que resulta el órgano de expresión más sofisticado que el amor utiliza para manifestarse. La piel, y luego los ojos, esos ojos convertidos en el Gran Ojo, cuya mirada dilatada todo lo abarca, todo lo recibe, todo lo transmite. Y finalmente,la voz, cuya capacidad de síntesis y de amplia digresión puede llevarnos, desde el cerebro derecho (para los diestros), a las regiones donde Dios parecería que sí existe.
Cuando el primer contacto con el amor ha sido con la mujer que te ha amamantado, su pezón rezumando leche tibia en tu boca sonrosada y golosa, tu mirada hacia ella, que te la devuelve como nunca miró a nadie, y tu manita sobre el tibio seno, cuando eso ocurre una y otra vez, y creces y te desarrollas bajo ese influjo, ten por seguro que el “amor” no te abandonará luego nunca.
Pero el “amor” tiene sus exigencias. Y el celibato no es una de ellas, a mi entender. El “amor” pide expresarse, exige pronunciarse, lo demanda como una necesidad vital, no puede permanecer estático. Crece y se desarrolla constantemente. O languidece, y muere. ¿Dónde asienta? Pues dentro tuyo, adentro mío. Sí, creo que es personal, y como tal, no espera al otro para ser. Brota y florece en y por sí mismo. Pero en el otro encuentra la savia de la reciprocidad que lo hace superarse, ampliarse en espiral, avanzar logarítmicamente.
Descreo entonces del celibato, donde la piel queda encerrada en sí misma, y al amor se le permite sólo escapar sublimado por la claraboya.
Descreo de las jaulas que la sociedad diseña para domesticar al “amor”. Descreo de los reglamentos que pretenden regularlo. Descreo de la monogamia como institución, descreo de la heterosexualidad como exigencia moral (sólo le reconozco, cuando ocurre, la biológica), y apenas percibo con viso de certidumbre, lo que en mi propio interior ocurre, y la libertad con que pretendo manifestarlo, sin trabas ni prejuicios de ningún tipo. El espiral llama, y se mueve permanentemente. Y toca lo que toca. En realidad, vive en permanente entrega, y sólo huye de los sitios donde siente la imposibilidad de dar, ya que al no poder hacerlo, nada puede recibir.
Percibo pues al “amor”, y dentro de él (para mí) la presencia inmanente de la mujer, como una necesidad vital de expansión y reducción, como un constante pulsar, en una suerte de juego entre entropion y extropion.
No concibo al “amor” sin su esencial componente sexual, sin el contacto directo, constante, permanente, imperioso, de las pieles, de las bocas, de las voces susurradas, de los órganos sensibles todos.
No comprendo al amor unido al celibato, aunque reconozco, y debo decirlo, que la verdad absoluta nunca pretendió hacer nido en mí. Ni siquiera cuando el amor me poseyó o me posee como una suerte de gracia divina, que llegué por momentos a percibir inmutable, eterna, trascendente, incomprensible, en definitiva enorme, con justicia innombrable, pero curiosamente mía, o mejor dicho, parte sustancial de mí.
Descreo pues, del celibato, y descreo que ello constituya una vía necesaria para aproximarse a Dios.
Es sólo una opinión. No pretende ser más que eso.
albertoccarles, sábado 12 de junio
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