Ahí estaba él esparcido en el tiempo; a tres minutos y dos grados al oeste de la estrella más opaca encontré un ojo, después el otro, en algún lugar y en algún otro tiempo su cabeza, las patas, la cola, las tripas... Era la desesperación y el dolor que le causaba el calor de la nieve, la flor más fea del Edén. Estaba ignorado, postrado, abrigando los putrefactos órganos vitales; tenía el dolor de la soledad: Nadie escuchaba su dolor ni su deseo por llegar al fondo, nadie escuchaba su deseo de recibir alguna vez la caricia de la muerte. Ahí estaba el gato de siempre, un gato con 15 años de poco amor y castrado.
No podía controlar él la dirección de su vida, pero sí podía pedirle a esta que termine. A este gato yo no lo vi nacer ni morir, y al enterrarlo no lo vi muerto, sólo un poco más dormido que las otras veces. Tuvo una vida y una muerte que nadie supo que vendrían, y para sobrevivir tuvo que aprovecharse de las automaticidades de la gente que le daba (a veces sin querer) lo que muchas veces le faltó: Miradas compasivas, caricias de la muerte y algo más que comida.
Ahora está ahí, acariciado por la muerte, amado y alimentado del siempre, estando en frío, paz y silencio... Con lo que no pisaba hace un muy largo tiempo, depués de dejar eternamente un mundo al que no volverá.
Te queremos, gato.
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