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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / La vampira de Sta Rita: Maestro de las sombras.

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Helio observaba el amanecer desde su suite del décimo piso del Sheraton, mientras terminaba de dar unos recados por teléfono. Al darse vuelta notó que ya no estaba solo. Alarmado, estiró la mano hacia el beeper que tenía frente a él en el escritorio, pero Charles lo detuvo antes de que pudiera tomarlo y apretar el botón de pánico.
El vampiro lo aferró de la camisa de seda lila y lo atrajo hacia él:
–Andas detrás de mi mujer. Debo protegerla con tu muerte.
–¡Espera... –al ser arrastrado Helio había tomado de la mesa un abrecartas en forma de hoz, y se lo clavó en el vientre, cuando ya sentía los dientes picando su piel– no te precipites!
Automáticamente Charles se sintió paralizado, y con asombro, se desmoronó sobre un sillón de cuero. Al mismo tiempo, la puerta que comunicaba con la próxima habitación se abrió y, alertados por el grito de su jefe, se hicieron presentes dos guardaespaldas fornidos con pistoleras ciñéndoles la camisa blanca. Helio los despidió con un ademán. Charles no tenía fuerzas, no podía arrancarse la hoja de plata clavada en su abdomen. Helio le enseñó cómo lo hacía, al cerrar la persiana y encender una lámpara ultravioleta. La luz no difuminó la oscuridad pero mostró unos símbolos estampados en las paredes, la moquet y el techo, invisibles a la luz ordinaria pero igualmente potentes.
El vampiro estaba encerrado en un hexagrama que rodeaba el escritorio.
–Yo no pretendo hacerle daño a tu novia –dijo Helio, dando vuelta la pantalla del laptop para que viera la cara de quien se estaba comunicando desde España–. Los admiramos, y además tenemos el mismo enemigo...
Charles decidió que este podría vivir un poco más.
Entre los muros de Santa Rita el tiempo parecía no transcurrir. La gente iba y venía pero la atmósfera permanecía. Lina trepó a la rama de un árbol en el parque y desde su escondite, observó a los internos haciendo ejercicio al sol, en el césped. Luego entraron por la terraza de atrás y la enfermera Teresa saludó al doctor Massei. Lucas no se había aguantado más y había ido a su consulta sin permiso. Estaba en el patio charlando con Fernando, mientras este fumaba.
Lina recordaba su estadía en la clínica como una época dorada, tranquila, protegida. Fernando Tasse había sido su psicoanalista, un hombre distraído y compasivo que no sabía nada de lo que lo rodeaba aunque le podía decir cualquier secreto. Al entrar a la clínica psiquiátrica, Lina no sabía qué dirían sus exámenes porque su padre siempre la había mantenido lejos de la medicina occidental. Los efectos secundarios de la abstinencia de sangre por un par de meses habían sido falta de energía, desánimo, y una anemia insistente, pero sus valores extraños no llamaron mucho la atención. El Dr. Avakian era el director médico, y quien había descartado su síntoma como algo sin importancia.
Como Teresa le reprochara su cara de cansancio, que no podía evitar después de varias noches sin dormir, Lucas se quedó deambulando por los pasillos, charlando con sus pacientes que lo recibieron con sincera alegría. Estaba por marcharse cuando creyó ver a alguien en la escalera rumbo al segundo piso. En esa ala sólo había pacientes de poco peligro que podían ir y venir.
–¿Juan? ¡Débora! –llamó pensando que se trataba de alguien vagando fuera de su cuarto, y lo siguió.
Había estado absorto en sus pensamientos, y al pasar por el ventanal no pudo evitar un escalofrío al notar que había anochecido. En el recodo vio que no había nadie en enfermería, pero en el último escalón un brazo salió proyectado hacia su rostro. Trató de esquivarlo. Alguien le rodeó el cuerpo para que no cayera.
No pretendían lastimarlo, porque no quedaría bien en la autopsia. Sólo lo drogaron y mientras lo capturaban lo cegaron con una capucha.
Tal como sospechaba por el frío en sus pantalones al recuperar la conciencia, se encontraba en la azotea, lo que era extraño porque para subir se necesitaba una llave que sólo él y el casero poseían. Vio a dos hombres de pecho ancho, vestidos de pies a cabeza con ropa militar oscura, incluido el pasamontañas, botas pateadoras, la funda y el visor nocturno en el cinto.
Uno miró su reloj y señaló el horizonte con la pistola. Eran de pocas palabras. El otro respondió a su seña empujando al desprevenido doctor hacia el borde del techo, que caía en picada hacia un terraplén pedregoso. Lucas intentó frenarse con el talón pero el hombre lo superaba en diez centímetros y mucha fuerza. Apenas exhaló un grito, ahogado en el viento salado, al golpearse y resbalar por el tejado inclinado, manoteando desesperado cuando ya era muy tarde para evitar su desplome en el vacío.
Salió despedido junto con un par de tejas sueltas. Tenía las piernas y los brazos colgando, y sus ojos enfrentados al suelo, pero insólitamente, estaba suspendido, detenido en pleno vuelo. Una mano tiró de su ropa y Lucas se halló respirando de alivio sobre algo blando. Mientras recuperaba el aliento, su mano descansó en una pierna bien torneada enfundada en cuero.
–¡Lina! –exclamó, a punto de comenzar un interrogatorio.
No era lugar para ponerse a charlar, con los dos mercenarios que ya le estaban apuntando los marcadores láser. Las balas eran para ella, cuidando de no apuntar a la cabeza ni el corazón a riesgo de que su jefe los destripara. Lina se levantó, arrastrando a Lucas con ella, y corrió por el tejado hasta el final. Saltó. Lucas la imitó, espantado, y notó con alivio que aterrizaban sobre el techo de chapa del ala antigua de la casa y, cómo se había olvidado, de allí podían descolgarse sobre las planchas de acrílico que cubrían el patio interior, dejando a los atacantes arriba desconcertados.
–¡Entraron por la cocina –susurró Lina, abriendo la reja de un tirón. Lucas contempló desolado la cerradura rota–, disfrazados en una camioneta de reparto!
–¿Quiénes son? –exclamó Lucas, y bajó la voz al pasar por el sorprendido enfermero, quien los había visto en la pantalla de seguridad y se preguntaba cómo habían aparecido en un pasillo cerrado.
No podían ser gente de Vignac. Desembocaron en una estrecha escalera de caracol que llevaba a la cocina y el lavadero, junto a la entrada de camiones. Las luces fluorescentes estaban encendidas, las papas peladas en una mesa, las ollas abandonadas y la lavadora funcionando, ¿dónde estaban los empleados? Lina escuchó un sollozo, se agachó y apartó el mantel de la mesa, descubriendo a una asustada ayudante de cocina. La muchacha no podía dejar de mover un costado de la boca siguiendo el compás de un ojo que se le cerraba solo. Lina la sacudió y con dureza le preguntó qué le habían hecho.
–Déjala... –Lucas intervino para tranquilizar a la joven, que sonrió al verlo y señaló un pasillo–. No puede ser.
¿Para qué habían bajado al subsuelo? Dejaron que la empleada se volviera a refugiar bajo la mesa, aunque el doctor le había pedido que llamara al guardia de la entrada por el teléfono. Helio había prometido dejar de molestar a la clínica si su prima salía libre. Estaba oscuro, la pared escurría humedad condensada por el calor de la caldera y a lo lejos se veía una rendija iluminada, el cuarto de Jano, el encargado de mantenimiento.
Lina se había adelantado, segura de haber escuchado un rumor tras la puerta al final del pasillo.
–Espera Lina –la retuvo del brazo, enérgico pero sin levantar la voz–, o como quiera que te digan. ¿Por qué viniste? ¿Qué estás haciendo aquí?
–Después le digo –replicó ella sin pestañear.
Adentro del laboratorio, tras la puerta entornada, los intrusos se miraron complacidos al escuchar susurros; habían venido directamente hacia la trampa tal como esperaban.
Lucas la sobrepasó y abrió la puerta de un empujón; después de todo era su clínica y tampoco podía esconderse tras una mujer, aunque fuera tan fuerte como Lina Chabaneix. Miró sorprendido el resplandor verdoso de un tubo fluorescente, que sostenía en su mano una figura encapuchada. A pesar de su resolución, Lucas se quedó paralizado como un tonto, sintiendo un escalofrío, un deja vu, y Lina lo apartó, ansiosa por ver ya que él tapaba la entrada. De inmediato, un hombre alto vestido como un comando se abalanzó sobre ella e intentó dominarla. Lina se desembarazó de sus amplios brazos y le dio un golpe en el mentón, pero ya otro la había tomado por la espalda, rodeándola con una cuerda de acero. No se resistió más, en cambio giró la cabeza deliberadamente y comentó:
–Puedo sentir tu perfume, Helio. Déjate de juegos.
Con una sonrisa, el tercer hombre se quitó el pasamontañas. Lucas quedó atónito: había confiado en este joven, y creía ser capaz de distinguir la perfidia en el corazón de la gente. ¿No le habían causado siempre desconfianza Lina y Vignac? Por eso ya no le causó tanta sorpresa cuando la figura encapuchada, la dra. Silvia Llorente, se descubrió. La luz verde le daba un aspecto más repugnante a la piel quemada de su rostro, enmarcado en el cabello fino y ralo que le cubría el cuero cabelludo.
–¿Le doy mucho disgusto, doctor? –murmuró con voz estrangulada por la emoción.
Lucas notó que si él se sentía indignado, y Helio y Lina parecían estar disfrutando del juego, Silvia en cambio despedía un odio intenso por sus pupilas. Había venido por la revancha contra Massei, por razones largamente acariciadas por su familia, y tenía como premio poder desquitarse de la mujer que la había dejado con esa apariencia.
Agotada su paciencia con este grupito, Lina se puso en acción. Sorprendió a los dos sicarios, corriendo hacia el que la tenía sujeta, saltó en el aire con increíble ligereza y le dio en el rostro, lo rodeó con la cuerda mientras caía e intentó ahorcarlo con el extremo que él había soltado. Esquivó el ataque del otro agachándose y, aún sin liberar sus brazos, trató de morderlo. Él retrocedió, sobresaltado por su expresión fiera. Su compañero, aunque medio asfixiado, logró tirar de la cuerda y ajustó el mecanismo; Lina cayó hacia atrás de golpe.
–Tus empleados son mejores que los de Vignac –susurró cuando lograron retenerla por el cuello a riesgo de rompérselo–. Pero, ¿con quién estás?
Mientras tanto, Silvia se había acercado a Lucas, quien no se creía amenazado hasta que sintió un ardor en el pecho que le llenó los ojos de lágrimas. Silvia le extendió una jeringa llena de un líquido pastoso amarillento y le ordenó que se la inyectara a la vampira. Lucas notó de pronto que la tenía en sus manos sin saber qué hacía.
–¡No puede ser! –exclamó Lina, al descubrir el muñeco vudú que sostenía la antigua psiquiatra–. Yo vi cómo Vignac destruía esa figura...
–Ja, se ve que no sabes de magia, guapa –replicó ella, observando con ojos burlones cómo Massei arrimaba la aguja al cuello de la joven, bien sujeta entre los dos sicarios–. El poder sobre la marioneta está en el aura del hechicero, no en el muñeco. Si sobrevive un grano de él se puede rearmar y la persona sólo se puede salvar con un contra-hechizo. Esta daga –señaló colocando la punta en el pecho del muñeco de cera–, es una vía para conectarnos. Ahora lo tengo bajo mi poder, y luego de terminar contigo vamos a hacer que se suicide.
¿Qué será eso? Se preguntó Lina, notando el pinchazo frío. Esperó que sucediera algo, pero el doctor no había empujado el émbolo, su dedo titubeaba.
–¿Qué pasa, Silvia? –se impacientó Helio.
La daga de plata tembló en su mano y la doctora Llorente miró el muñeco, sobresaltada. De pronto, lo soltó. Estaba caliente, la quemaba. Lo mismo pasaba en el pecho de Lucas, le escocía la piel como si tuviera un fierro candente trazándole círculos encima. Se abrió la camisa de un tirón: los símbolos que Silvia le había inscrito en su ceremonia habían vuelto a aparecer como quemadas de cigarrillo llagadas. En medio le colgaba la cadena de su padre, la cruz maltesa que halló en el ático y por algún motivo había comenzado a usar, aunque no creyera en la religión, solo porque era su recuerdo.
–¡Tiene un protector! –gritó Silvia, horrorizada.
Lina aprovechó el momento en los mercenarios se espantaron al notar que algo espectral salió del cuerpo de Lucas y sobrevolaba el cuarto en penumbras, y logró soltarse. Silvia rompió la luz al correr, huyendo de una fuerza oscura que volvía contra ella. Helio trató de calmar a sus hombres, ordenándoles que no perdieran a la mujer. Se había tirado al piso en el momento en que el espectro salió de Lucas, por la jeringa que este había dejado caer, y de rodillas, esperó su oportunidad.

http://vampirasanta.blogspot.com
lol

Texto agregado el 18-11-2009, y leído por 128 visitantes. (0 votos)


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