El tipo estaba furioso ante el insulto propinado. No podía entender la violencia, la insidia y la maledicencia de la gente. Sus manos se crisparon ante la impotencia de no poder responder lo que el agresor se merecía. Él se arrogaba de ser un hombre de buenos modales, galante y nada de belígero. Suponía que la gente era respetuosa y que la cordialidad debería ser la pancarta de la buena convivencia. Pero no, existen esos seres alevosos, que surgen de pronto, ante los cuales, uno queda descolocado, antes de que un rapto de ira lo motive a responder.

Pero, el insulto fue tan rotundo, tan grosero, que él, se quedó mudo, perplejo en su esencia de macho bien plantado. Su mano no se empuñó para responder la afrenta aquella, cuando el muchacho se levantó de su asiento y se lo ofreció con esta frase: “Tome asiento, abuelito” Sólo le cupo hacerse el desentendido y pasar de largo…