Un jueves de agosto, a las 8.08 a.m., como si entrara en un sueño, el hombre se ve en una sala vacía, sentado en el banquillo de los acusados. Enfrente, sobre el estrado y sentada detrás de una larga mesa, una mujer con una toga. No hay nadie más.
La jueza, sin ningún protocolo, sin preliminares, sin abogado defensor, ni demandante siquiera, sin mencionar cual es la acusación, dicta sentencia.
No manda que le encarcelen, ni le hace pagar fianza alguna: le impone el silencio, le condena a callar.
“¿Por cuánto tiempo?” pregunta el acusado.
La jueza no le responde y el condenado insiste: “¿hasta cuando?”
Ella le ordena acercarse y le pasa un papel donde ha escrito: “Por tiempo indefinido”.
El reo, también por escrito ya, pregunta: “¿Y cuando sabré que he cumplido la condena?”.
“Cuando yo te lo indique”, ha escrito la juez.
“¿Y si rompo el silencio?”
“Entonces, aparte del silencio, serás condenado al olvido, y esta vez para siempre”.
Luego, la jueza escribe: “Que te vaya bien en el curso de la vida y ¡cuídate!” y antes de desaparecer por una puerta lateral, dibuja una rosa púrpura en el papel.
El condenado acata la sentencia y cuando llega a su casa se cose la boca con alambre galvanizado de 0.8 mm.
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