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Era una de esas tardes agradables de otoño en las que la calidez del sol y una muy suave y apenas fresca brisa, nos tientan a salir a caminar, a sentarse a tomar mates en una plaza, o tal vez a disfrutar de un agradable momento en un lindo patio.
Era una de esas tardes de las que hay muy pocas en el año; algunas en otoño, como esta; y otras en primavera, similares, pero distintas. Era una de esas tarde que se transforman en un agradable oasis entre los pesados calores del verano y las gélidas jornadas invernales que inevitablemente llegarán. Era una de esas tardes de las que hay muy pocas en el año, pero no era nada de esto lo que la transformaría en una tarde muy especial.

Salió de su casa para hacer algunas cosas, como lo hacía siempre. Eran apenas pasadas las cuatro de la tarde; salía a esa hora para aprovechar la tibieza del sol. El otoño era su estación favorita. El recorrido variaba de día en día, dependiendo los lugares que debiera visitar, pero casi nunca volvía después de las 19, ni tampoco mucho antes.
Su primera parada fue tan solo a una cuadra de su casa, donde siempre dejaba una bolsita con restos de comida para unos perritos callejeros que correteaban por esas calles. Dejaba la bolsita abierta, en un portón de un terreno baldío; a su regreso, juntaba la bolsa vacía para no hacer mugre en la calle.
Palmeó en la cabeza a uno de los primeros comensales que se acercaron, mientras iniciaba nuevamente la marcha. Con paso tranquilo recorrió las tres cuadras que la separaban de su próximo destino…

El tintineo de una campanita rompió el silencio reinante, avisando al almacenero que debía dejar la lectura del periódico porque había ingresado un cliente al local. Dejó el diario sobre el sillón que ocupara segundos antes, cambió los lentes de leer por los permanentes, y mientras se acercaba al mostrador, saludaba y sonreía amablemente a su cliente, el primero de la tarde, iniciando así la jornada vespertina de trabajo, en la que debería dejar muchas veces su periódico sobre el sillón, y saludar y sonreír a mucha gente.

…Al llegar al almacén empujó la puerta y escuchó el ya conocido tintineo de la campanita en la puerta. Saludó a Don Carmelo, quien respondió amablemente, como siempre. Entre uno y otro artículo que pedía, comentaban sobre el frío, la inseguridad, las próximas elecciones, lo escaso del dinero y lo caro que estaba todo. La amena charla terminaba cuando Don Carmelo hacía la cuenta – siempre con un supuesto pero inexistente “descuento especial” -, luego, solo restaba el pago, el saludo hasta mañana y escuchar nuevamente el tintineo de la campanita al salir. –“Son 15 pesos con 35 centavos”- dijo Don Carmelo. Un billete de 20 pesos salió del bolsillo, pasó al otro lado del mostrador, y volvió un billete de 5 pesos, mientras la voz de Don Carmelo decía –“si no tenés las monedas me las alcanzas mañana, no tengo nada de cambio!”-. Las monedas se sumarían a la cuenta del día siguiente, como todos los días. Siguió el cordial y acostumbrado saludo, el tintineo de la campanita, el fresco chubasco que entró del exterior, y nuevamente a retomar el camino de ese día.
Siguió caminando. Ya diez cuadras atrás había quedado su casa. Ahora cruzaba la transitada avenida, con la correspondiente luz blanca en el semáforo peatonal. En la otra vereda se anunciaba con un gran cartel de verde neón, la presencia de la farmacia, donde haría su siguiente escala.
Casi como en un ritual obligatorio, inmediatamente después de ingresar a la farmacia y de cortar el número para esperar su turno de atención, se dirigió a la balanza, para chequear su peso. Esta vez estaba 300 gramos por encima de la última vez que se había pesado. En sus pensamientos justificaba el aumento de peso por algo más de ropa que llevaba – porque esta vez hacía mas frío – y porque siempre con la llegada de los primeros fríos, le gustaba consumir mas productos de panadería, sin duda eran esas dos las causas del aumento de peso. Se acercó al mostrador y comprobó que todavía debían ser atendidas seis personas antes de su número. Al menos no era tanto como otras veces. Se entretuvo leyendo información de folletos varios, hasta que escucho que la farmacéutica llamaba en voz alta al número –“sesenta y cinco; sesenta y cinco”- ese era su número. Con la receta en la mano se acercó al mostrador, pidió el precio del medicamento y preguntó por algún otro alternativo que fuese más económico. Optó por el que le habían recetado porque la farmacéutica no le recomendó el otro. También compró un desodorante de esos de bolilla y una tira de aspirinas –que siempre es bueno tener-. Abonó los 23 pesos con 70 centavos de su compra y se despidió con el acostumbrado –“hasta luego, que tenga buenas tardes”-, por toda respuesta recibió un seco –“gracias”-, pero no esperaba más, en ese lugar, con el gran caudal de gente que atendían, ni tiempo a saludar tenían.

El recorrido del día estaba más o menos en la mitad. Seguía la caminata al mismo ritmo, tipo paseo, porque en realidad era eso, un paseo.
Salió de la farmacia rumbo a la carnicería, su próxima parada.
Mientras paso a paso achicaba la distancia que separaba a la farmacia de la carnicería, disfrutaba del cálido sol, de la suave y agradable brisa, escuchaba atentamente el sonido único de las hojas de los árboles crujiendo bajo sus pies, y sentía esa melodía única que el viento susurraba en secreto a las ramas de los árboles, las que acompasadamente bailaban al ritmo de su canción de otoño… …Y se dejó llevar. El crujir de sus pisadas se transformó en el sonido de tambores, bombos y platillos que daban ritmo a las melodías de guitarras, violines y contrabajos que se desprendían de las hojas al caer, y la dulzura de la voz del viento susurrando secretos otoñales en las ramas de los árboles era solo comparable al canto de los ángeles… …Ante tales sensaciones no pudo mas que detener su marcha, cerrar los ojos y dejarse llenar de tanta hermosura, de tanta armonía… …Con los ojos cerrados, los brazos abiertos, y una inmensa sonrisa en los labios, se sintió flotando en las nubes, se sintió feliz, se sintió con vida…

…Era una de esas tardes de otoño como hay pocas en el año. En la vereda se agolpaban los curiosos para ver que sucedía. –“Alguien llame a un médico” se escuchó por ahí, -“dejen espacio, no le corten el aire” dijo alguien más… …En los brazos de una joven que pasaba por allí, de pura casualidad, terminaba la vida de nuestro protagonista. Antes de su último suspiro, y sin que se le borrara la inmensa sonrisa del rostro, abrió sus grandes ojos marrones, miró fijamente a quien intentaba socorrerle y al oído le susurro una sola estrofa del canto del otoño. Se cruzaron sus miradas. Nuestro protagonista se dejó llevar del todo por la música que tanta paz le daba a su alma; su socorrista, solo dejó que se valla…

…Pocos supieron de su muerte. El almacenero, Don Carmelo, se enojó porque nunca le habían ido a pagar sus 35 centavos; la farmacéutica creyó que había cambiado de farmacia, y también se enojó y el carnicero se enojó porque nunca habían retirado el encargue que le habían hecho…
… …

…Era una tarde de otoño, de esas que hay muy pocas en el año, y era especial, porque era la primera vez que salía a recorrer las calles de su tan querida ciudad, susurrando la canción del otoño a las ramas de los árboles, a los enamorados, a los trabajadores, a los perritos de la calles, a todos y para todos; para que todos puedan escucharla, para que todos puedan entenderla y disfrutarla, y porque simplemente, le gusta mucho cantarla…




JULIO TORREALDAY

Texto agregado el 16-11-2009, y leído por 1517 visitantes. (1 voto)


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