Según lo previsto, tras el fallecimiento del abuelo Emilio, los familiares acudieron en masa a despedirlo. Y como de costumbre, parientes lejanos y no tan lejanos arribaron desde todos los puntos cardinales para rendirle un último homenaje al muerto y de paso, para reencontrarse con aquellos a los cuales no se les veía hace exactamente cuatro años, precisamente cuando falleció la tía Dorotea.
Y como en cuatro años sucede una infinidad de cosas, los niños de entonces, ahora eran circunspectos adolescentes, las señoras más gordas que antes y los hombres, mucho más calvos. Las conversaciones se sucedían alegres y bulliciosas, sólo atemperadas por la severa imagen del ataúd en el centro de la sala.
Se sucedieron la misa fúnebre y luego, el cortejo hacia el camposanto. Entreveradas entre tanta solemnidad, se escuchaban las siguientes frases:
-¡Pero que guapa está tu hija! Igualita a la madre.
-¿Y en que estás trabajando ahora?
-Tan bueno que era don Emilio, bueno y simpático.
-Las tenía todas.
-Oye, ¿y cuando nos vemos de nuevo? ¿Será necesario que se mueran los parientes para que nos juntemos?
Y de este modo, entre frases al desgaire y lloriqueos surtidos, fue sepultado don Emilio. Luego, cada uno para su casa.
Meses más tarde, fue uno de los hijos de don Emilio quien organizó una fiesta entre parientes directos, primos lejanos y esposos y esposas de los hijos de don Emilio. Se buscó una casa grande, en donde cupiera la avalancha de personas que acudiría al convite. A la hora convenida, comenzó a llegar la gente, y entre abrazos y bromas surtidas, tragos y música bailable, el festejo se fue armando. Pero, al poco rato, algunos comenzaron a sentirse incómodos y otros nerviosos. Algo sucedía que no permitía esa espontaneidad tan acostumbrada en los velorios. Nadie bailaba y cada grupo se reunía aparte, como a la expectativa.
Nadie lo expresó, pero era obvio que esta situación resultaba de suyo, muy forzada. La trivialidad se mostraba desnuda, sin contenido alguno y las frases espontáneas, ahora parecían alambicadas. Nadie lo dijo, pero lo que realmente sucedía era que estaban demasiado acostumbrados a reunirse de improviso, cuando la parca se llevaba a alguno. Ninguno lo pensó, pero el hecho era evidente, faltaba el difunto, las coronas y las conversaciones aromatizadas por las flores frescas, no estaba el sacerdote ni tampoco un féretro delante del cual sellar la convocatoria.
Y cuando el grupo se separó, deseándose buena suerte y un próximo encuentro, cada uno estaba seguro que aparecería en tres o cuatro años más, o acaso al mes siguiente, cuando la muerte los convocara una vez más, para percatarse de que aún existían…
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