Como cada mañana a las once, bajaba corriendo por la Quebrada de Armendáriz hasta la playa de Agua Dulce. Ahí, de la orilla del mar había hecho su gimnasio particular. Aprovechaba que era un año excepcionalmente cálido, un agosto particularmente caluroso y soleado, hermoso presagio del pronosticado y funesto Fenómeno El Niño que se daría, según los expertos, a partir del mes de Diciembre.
A sus 32 años, se conservaba bronceado y en espléndida forma, gracias al diario ejercicio; era la envidia de sus colegas ingenieros de la empresa quienes, bromeando, le decían que no se explicaban cómo podía darse el lujo de dedicar dos horas diarias a hacer deporte, mientras ellos, apenas tenían tiempo de tomar tres a cuatro cervezas en el almuerzo, y dormir una breve siesta de dos a cuatro de la tarde.
Como siempre, llegó al borde del espigón que se había convertido en “su” territorio que, sin conflicto, compartía con tres o cuatro usuarios más: una pareja de esposos de mediana edad que a diario se ejercitaban recorriendo a paso rápido la orilla del mar a la misma hora que él, un vago inofensivo que fumaba su “troncho” en el espigón, y un muchacho de unos catorce o quince años que cada día, se zambullía con una bolsa de red a la cintura e iba recogiendo iracundos cangrejos que depositaba en la bolsa, hasta que la llenaba y se retiraba a venderlos en el mercado de Miraflores.
Ese día había un nuevo habitante del lugar, un joven bien vestido, de aspecto algo soso, sentado en las rocas, mirando fijamente el mar. Reparó en él, sintiendo una leve sensación de incomodidad por la intrusión, aunque, como cada día, empezó a ejercitarse.
De reojo, observaba al nuevo, sintiendo poco a poco, que la curiosidad empezaba a apoderarse de él. Sin poder evitarlo, esta curiosidad fue transformándose en un extraño sentimiento de admiración, debido a la inconmovible inmovilidad del joven. Llevaba casi media hora de hacer planchas, abdominales, estiradas, saltos, y el intruso seguía ahí, quieto, sin mover un músculo y sin tan siquiera darse la molestia de dedicarle una breve mirada. No podía imaginar cómo lograba mantenerse así pues, ambos eran los únicos habitantes de la playa. Era obvio que en algún momento, debía haber ocupado parte de su campo visual y sin embargo, el joven parecía completamente ajeno a su presencia, causándole la rara sensación de ser invisible.
Este, mientras tanto, miraba fijamente el horizonte. Observó que pestañeaba de vez en cuando, lo cual le indicó que sí estaba vivo (en algún momento, tuvo la peregrina idea de estar observando un cadáver que alguien hubiera colocado, cuidadosamente sentado en las rocas). La curiosidad empezó a dar paso a la especulación, ¿qué estaba haciendo ese joven ahí? Su perseverancia en observar el horizonte, sus ojos fijos, le hicieron pensar en alguien ensimismado en una profunda meditación. Poco a poco, en su mente, la imagen empezó a tomar crecientes matices de valoración: tal vez un filósofo de elevados ideales, un fakir, un místico, en fin......, tuvo el presentimiento que la suerte podría estar poniéndolo delante de alguien único, de un ser especial, ésta podría ser su oportunidad para conocerlo, saber algo de él, probablemente podría ufanarse luego ante sus amigos. Y empezó a germinar en su mente, la idea de acercarse.
¡Vaya empresa!, ¿con qué motivo se acercaría, qué frase sería la adecuada para distraer a este personaje de sus elevados pensamientos? Con una leve sensación de hacer el tonto, fue acercándose de a poquitos al inmóvil joven, percatándose, ahora que lo veía un poco más de cerca, de sus formas fofas y su papada, lo cual lo hizo sentirse frívolo y un poco avergonzado de sus marcados abdominales y abultados pectorales. Llegó a casi dos metros de distancia y ya iba a dirigirle el ensayado ‘hola amigo’ que, luego de mucha reflexión, había calculado sería la frase más sencilla y adecuada para abrir una conversación con tan extraordinario personaje, cuando lo oyó decir en voz clara y fuerte:
- Todos están muertos...
Sorprendido, se detuvo. El joven volteó su mirada y algo hizo clic en su cerebro. Sus ojos se clavaron en los suyos y sintió que se hundía en un abismo insondable, acuoso..., de sabiduría, de no sabía qué pero sabía que era "el momento esperado". Su mente giró en torno a la frase. ¡Nunca hubiera esperado oir algo tan.... profundo! Lo miró y solo atinó a decir un “sí” que le sonó como un rebuzno en medio de un concierto de música clásica. El desconocido siguió mirándolo directo a los ojos y Jorge sabía que ya nunca podría apartar sus ojos de esos ojos. Se había 'sumergido' en ellos y le era imposible siquiera pensar.
- Ninguno de ellos sabe que está muerto....- continuó el misterioso joven con voz clara y diáfana. Sintió que esa mirada lo taladraba y por un breve momento, casi cedió al impulso de caer de rodillas y abrazarse a los pies de quien, se le antojó, un iluminado, un tocado por la divinidad, alguien que veía más allá. El misterioso joven levantó su mirada hacia los lujosos edificios que se erguían sobre el acantilado de la Costa Verde y en clara alusión a ellos, dijo – En ese cementerio están todos enterrados y no lo saben...-. Jorge siguió su mirada y atónito, no pudo creer lo que estaba viendo. ¡Efectivamente!, los edificios semejaban o más bien, ¡eran!, ‘cuarteles’ de cementerio y cada ventana era una lápida detrás de la cual caminaban ‘muertos vivos’. Pudo verlos y sintió que estaba despertando de un letargo, supo que él también había sido un ‘muerto vivo’ y por obra del destino, ¡estaba despertando...! Sintió que la emoción lo embargaba y tembló al sentir que sus sentidos iban expandiéndose. Se sintió repentinamente vivo.
Sacudido por la revelación, miró nuevamente al joven, sintiendo que el momento más trascendental de su existencia estaba ocurriendo ahí, en ese preciso lugar. Miró las piedras y el mar y los sintió parte de sí. Como un todo, su corazón y su razón se abrieron y una sensación física de ser uno con el universo, un misterioso hormigueo que se extendía más allá de sus pies, llenó cada poro de su piel. Quiso decir algo, pero temió nuevamente rebuznar, así que continuó callado. Miró al joven sabio, con una sensación de veneración y admiración. Este volvió a mirar el mar y con su voz contundente volvió a hablar.
- Debo regresar a París – dijo.
Jorge lo miró parpadeando, tratando de encontrar el significado de esta nueva frase y se sintió tonto por no poder seguir la profundidad de los conceptos que vertía aquel a quien ya estaba empezando a considerar un maestro, “su” maestro. Y tampoco dejó de preguntarse qué iba a hacer en París. Quiso hacerle saber que París ya tenía suficientes iluminados y acá, en Lima hacía falta su sabiduría.
Oyó a lo lejos unos breves gritos a los que se obligó a no prestar atención. ¿Cómo iba a perder un solo instante de esta repentina iluminación que estaba cambiando tan profundamente su existencia?
- Mi carro está averiado-, volvió a decir el “maestro”, causando una completa confusión en el cerebro de Jorge, quien trató de relacionar esta frase con algo relacionado al propio cuerpo del joven, “probablemente tiene alguna enfermedad” dijo para sí. Nuevamente oyó voces a lo lejos, algo así como “allá está”, pero, perdido en el caos de sus pensamientos, no prestó mucha atención, hasta que, repentinamente, el joven se paró, volteando y señalando con el brazo extendido hacia alguien más que no era él, habló con voz tonante.
-¡Ustedes, sibaritas..., recibirán el castigo por sus pecados!.
Jorge siguió la dirección del brazo extendido, percatándose, aterrado, que un grupo de cuatro personas se acercaban con cautela, específicamente a “El”, dirigiéndole palabras tranquilizadoras, “tranquilo Juancito, tranquilo, somos tus amigos, suave, sabes que te queremos” a la vez que iban efectuando un movimiento envolvente alrededor de.... Juancito (¡recién se enteraba que se llamaba así!).
-¡Nunca sabrán dónde he enterrado mi tesoro!- gritó Juancito, ante el estupor de Jorge que, recién, en ese momento, al ver los uniformes blancos, despertó a la realidad de que, quienes estaban rodeándolos, eran empleados de algún manicomio de donde Juancito había escapado.... Vio la camisa de fuerza en manos de uno de ellos y por un momento, temió que fueran a ponérsela a él.
Uno de los empleados cogió suavemente del brazo a Juancito quien, dócilmente, se dejó colocar la camisa de fuerza al mismo tiempo que empezaba a recitar una especie de mantra que sonaba a “omni manni om, omni, manni, om, omni manni om...”, conjurando a quienes estaban cogiéndolo y probablemente, suponiendo que esta fórmula mágica los haría desaparecer de su vida, mientras los empleados reían asegurando la camisa a su espalda.
Se dirigieron a Jorge diciéndole “¿Le preguntó por el universo?”, y Jorge sintió que se le dibujó en la cara una sonrisa estúpida y se oyó rebuznar nuevamente un cobarde "sí", mientras los hombres seguían chacoteando, burlonamente, de la filosofía que tan solo, hace unos instantes, había estado a punto de convertir a Jorge, en el incondicional seguidor de Juancito. “No se preocupe que este chiquillo es tranquilo nomás” le dijeron y se despidieron en medio de bromas, llevándose a Juancito que recitaba su mantra sin parar un instante, subiéndolo a una ambulancia que esperaba cerca.
Los vio alejarse, volvió la vista al mar y sintió que tenía mucha suerte, tan solo porque no le habían puesto otra camisa de fuerza a él. Volteó hacia los edificios e, incomprensiblemente, siguió viendo los sepulcros que Juancito, con tanta fuerza había proyectado en su mente. Se incorporó y lentamente, empezó a subir el camino de la quebrada, de regreso a casa.
Subía recordando lo ocurrido, con los pensamientos dando vueltas en tal confusión que creyó que no saldría de eso. Y a la vez, algo empezó a luchar por volver a ser él mismo.
Una creciente vergüenza iba tiñendo de rojo su rostro, mientras que las orejas le ardían como brasas. Rezó por que nunca en su vida volviera a toparse con los enfermeros de ese día y si así fuera, que no lo reconocieran. Intentó justificarse en algo y se sintió sonreír mientras que, sin premeditación, del fondo de su estómago fue emergiendo una carcajada que, poco a poco, se fue volviendo incontenible. Mantenía la mirada puesta en la vereda de subida, sin reparar en los carros que subían y bajaban velozmente por la pista.
Y estalló. La risa brotó como un alud imparable. Empezó a reir como un poseso. Rió y rió, con tanta fuerza que se dobló en dos. Rió tanto, que las lágrimas brotaron de sus ojos mientras seguía subiendo. Y rió tanto que en un momento sintió miradas extrañadas desde los carros y tuvo temor que volviera a pasar la ambulancia que se había llevado a su “Maestro” para, esta vez, llevarlo a él. Eso lo contuvo en algo pero no tanto, pues las carcajadas volvieron a brotar incontenibles. Tuvo que echarse en el gras para seguir riendo, mientras pateaba con fuerza el suelo.
Más tarde, un poco más calmado, reanudó su camino quebrada arriba. Miraba el suelo moviendo la cabeza, mientras en sus ojos lagrimosos seguía pugnando por salir la risa. Se dijo “¡Esto voy a tener que contárselo a los muchachos!”.
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