Sonó el despertador, ¡no recordé que había quedado
con él! Me puse las botas, el abrigo y salí.
Olía a tierra mojada, olía a la frescura de la niebla y me encantó estar allí en ese justo instante.
Miré hacia arriba, noté las gélidas gotas sobre mis
parpados, sucios del maquillaje de horas anteriores, y caminé lo más rápido posible para no llegar tarde.
Qué rabia, qué impotencia pasar de largo ante un
precioso día de lluvia, oir despacito las canciones de los bares, sentir el olor a café recién hecho, acomodarme sobre el gris del cielo.
Qué más daba, si me sentía inmensamente feliz bajo aquel techo negro y húmedo.
Llegué, y de espaldas lo encontré, con su chaqueta
de cuadros y cabizbajo, caminando hacia el otro lado de mi entrada.
Le grité para que se girara, y de lejos pude ver sus ojos frente a mí, sus pupilas de mezclados
colores, su nariz roja por el frío y su jugosa sonrisa de finos y rojos labios.
Olía tan bien que su olor se quedó pegado a mí.
Su guante de piel acarició mis manos heladas, y sus suaves besos vinieron a mi boca como el ojo que busca la luz.
La lluvia seguía cayendo, y nosotros enganchados por la lengua, sin ser conscientes siquiera de que ése día iba a ser el último de nuestras vidas. |