No tenía sonrisa, su rostro se perdía de la vida. Se ocultaba entre velos grises, nocturnos y penetrantes. Por momentos sus pasos se recostaban sobre el peso del viento y eran sus quejidos y no la brisa los que colmaban la base de aquellos faroles, que a través del camino se perfilaban distantes. Era el vapor de sus horas cansadas y agotadas, el que resquebrajaba esa madrugada e invadía el ambiente casi silente de la calzada. Era sólo una sombra pesada, un bulto lleno de hedor que percibió un gato taciturno, el mismo que olió en el frío inclemente un destino agónico, un hombre herido cuyo lastre dejaba un reflejo penetrante de sangre, que nadie pudo explicar al amanecer.