El muro blanquísimo se extendía casi más allá de la playa.
Nunca, y juro que ese nunca fue en ningún tiempo, persona alguna había considerado la insospechable inclinación de traspasarlo.
Un murallón así, siempre sugiere la sensación de su funcionalidad y el pueblo todo conocía perfectamente las aristas estáticas desde donde se elevaba hacia las copas de sus álamos.
La condesa Duboise no recordaba haber salido de los inmensos portones de roble ni siquiera como un acto de mísera curiosidad por lo que su visión de las cosas constaba de un adentro inseparable de cuanto conocía.
La morada, como el humeante chasquido de los leños al atardecer, pertenecían a la prudencia de antiguas generaciones pasadas y los significados de aquello aislado, sencillamente era no permitido desde un comienzo. Sin más.
Antoine, un rubio pecoso de ojos grises como la luna que destellaba su mar, dejaba oír sus estudios de piano a varias manzanas a la redonda.
Cuando dejaba deslizar sus largos dedos sobre las teclas, hacía palpitar hasta los listones de la habitación principal de la pequeña casa que compartía junto a su familia.
Más allá, el puerto, la ensenada templada, diminutos barquitos deslizándose sobre un horizonte extenso de chispeo veraniego.
Existe en el paisaje, a pesar de los muros del mundo, una esencia indomable que las personas sustentan en lo más delicado del ser, esa porción diminuta y justificada de su grandeza que el alma confina para sí y la reserva a la más elevada aspiración .
Antoine lo sabía por despecho, no por indulgencia de la ternura, y su fantasma de una relación pasada lo transformó en un sediento experimentador de sensaciones paradigmáticas .
Se propuso simplemente hacer que la condesa franqueara unos pasos su portal, solo eso, porque una idea no requiere de especulaciones ensalzadas, y un pensamiento menor puede encubrir la línea imperceptible de la razón más ilustrada .
Para mover el consumido piano hasta la orilla lindante a la enorme pared, debió contar con la ayuda de algunos amigos , pescadores y campesinos de la vecindad que miraban con recelo la osadía del joven, pero sin embargo la curiosidad de semejante empresa provocó en sus interiores adormecidos una titánica puja y se admiraron de sacar desde sus entrañas un enérgico ímpetu .
Sobre las tres de la tarde descansaron entre unas rocas verdosas.
Finalmente, ya entrada la oscuridad, el cansado instrumento de teclado se erguía en la arena apenas acariciada por la brisa del océano .
Cuando Antoine se ubicó para comenzar, todos se dispusieron a su alrededor como si él mismo fuera una fogata de amparo. Sí de amparo .
Con las primeras notas se convocaron los enigmas del universo, y mientras las vibraciones de las cuerdas metálicas derramaban los terciopelos en capas envolventes y sugestivas, las caritas de los humildes espectadores tornaban a una morada remota, pretérita, desconocida por ellos... y por nosotros .
El rostro humano ensimismado hacia lo profundo y compenetrado, el viejo sueño del caminar sin límites la pasión de la tierra, la flor atesorada entre tanta desdicha, crujiente por las hojas de la primer sabana, hombre providencia y hado de su destino .
Individuo mortal prójimo .
La música tintineaba en los albores de la creación como los imanes disponían su juego.
Esa noche, la casa vio su sol en la cerrazón más sombría .
Al amanecer, mientras lloviznaba, nadie franqueó la puerta .
La vuelta fue concretada en silencio.
Antoine entendió que el deseo no basta y decidió marcharse para continuar buscando.
“Jamás supo que la condesa había cedido entre lágrimas, otra muralla muy superior”.
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