Estos hijos de puta me quieren obligar a escribir un cuento.
Vamos por parte.
En primer lugar, pluralizo una circunstancia siendo que nadie más aparte de yo está acá.
Segundo, atribuyo peyorativamente una condición a quienes engendraron a estos bastardos, independientemente de si existan o no.
Tercero, en ningún momento nadie ha ejercido presión para que haga o deje de hacer lo que sea, por lo que la obligación no es tal.
Cuarto y final, los cuentos distan mucho de mis pretenciosas aptitudes narrativas.

Siguiendo la línea del presente cuestionamiento, debo asumir sin mayores explicaciones de por medio, que después de un punto –seguido, aparte o final- debo cambiar al siguiente verso.
Me incomoda articular conjuntos de oraciones ansiosas por transformarse en una unidad autónoma.
Cada oración merece su propio espacio.
Sin embargo, las aventuras literarias en prosa me han cautivado en más de una ocasión.
Recuerdo una vez cuando en uno de esos escritos ebrios de sangre, expresé el deseo del hablante por asesinar y almorzar a un niño de tres años.
Recuerdo también cuando dije que la amaba, mas con el tiempo la amada pasó a ser otra.
Recuerdo que me referí al cigarrillo que hoy no me deja respirar.
Recuerdo cosas que me impiden cumplir con el noble objetivo de construir una historia cual minúscula anécdota, no ha sido capaz de enraizar en una canción con final.

Suele suceder que recuerdo, también, las siluetas asesinas de lo que insisto en asociar al destino inevitable.
Es común filtrar mis palabras a través de un espejo brillante que en un par de segundos desaparece junto al aire que respira el niño que nunca maté, las mujeres que amaré en serie y el cuento que estuvo a punto de nacer.
El modo usual, por consiguiente, atribuye su existencia al mismísimo proceso por el cual aparecen y desaparecen las palabras que me dio la vida.

Resulta que, después de todo, nuestro héroe nunca se enteró de su heroísmo, al menos en vida.
Fue durante aquella noche interminable que descubrió la fortuna de su ser: no fue necesario que nadie le dijera nada, ni siquiera quienes decían –casi con despecho- quererlo.
Es lo que sucede al momento de evocar hechos que uno da por pasados: nuestro héroe pudo quizás lograr su objetivo, o bien haber sido derrotado por el antagonista, que probablemente pudo haber sido su propia humanidad.

Hablar de héroes, de viajes, de luchas y de grandes saltos no es lo mío: lo mío es hablar de lo que tengo a mi alcance, de las posibilidades que el vaso podrido y las nalgas express me ofrecen, del silencio bullicioso que tantas veces me ha salvado la perra vida.
Hablar por quienes jamás han pedido ni pedirán mi opinión no representa en lo más mínimo mis intereses.
Hablar velando por evitar aberraciones humanas, se lo dejo a los que financian mi productivo ocaso.

Los comienzos, los finales, las retorcidas vueltas del camino; tripas de un cuerpo presionado para desarmarse una y otra vez ante los aplausos del público voraz.
Desconocer el desenlace es el regalo más preciado que pude haber jamás recibido.-