“Faro de mi devoción,
perenne cual mi aflicción
es tu memoria bendita.
¡Dulce y santa lamparita
dentro de mi corazón!”
("La amada inmóvil", Amado Nervo)
Tres padres tuvo la infancia de Laura. El biológico, al que dejó de ver a los ocho meses de nacida cuando él decidió abandonar todo y fugarse para el Uruguay. Un segundo, casi imaginario: Antonio Carrizo, el locutor. Un día lo vio en la pantalla de la televisión y lo adoptó como imagen del progenitor ausente. El tercero, y el más amado: Alberto, su abuelo materno.
En casa de él vivieron ella, su madre y su hermana hasta que el padre verdadero regresó con la frente más frente que marchita. Las vueltas de la vida hicieron que fuera el abuelo quien regresara a vivir con ellas al nido que, otra vez, había vuelto a abandonar el padre de Laura.
La noche del 24 de abril de 1982, había demasiada gente en esa departamento. La hermana de Laura, Silvia recién separada y con dos hijos de 3 y 4 años, había venido para dejar al cuidado de la madre a los chicos solo por esa noche de sábado. Llegó con Paula, prima de ambas, y dos muchachos más: Edgardo y Gabriel. Este último sería el próximo marido de Silvia en poco tiempo más.
María Elena era la madre de Laura e hija de Alberto. No voy a contar como era ella porque esa noche parecía poseída. La situación de María Elena estaba desbordada. Un padre enfermo, una hija adolescente, otra recién separada y en banca rota, más dos nietos que estaban en medio de una guerra entre los padres por su custodia. Pero esa noche, especialmente, la situación se desbordó. Los nenes estaban nerviosos, entre todos consumían lo poco que se podía comprar con el único sueldo que entraba en esa casa: el de ella, eso la ponía loca. No decía “váyanse a otro lado”, dejaba que hagan a la vez que se ponía más violenta en los modales sin disimular su disgusto. En medio de todo ese escenario, el abuelo se orinó encima. Fue el blanco perfecto para descargar toda su saña ¡Qué no le dijo! Lo trató como a un chico, no como ella trataba a un chico, como lo trata una madre intolerante. Gritó, le arrebató la ropa sucia, le arrojó a la cara la muda nueva. Lo acusó de hacerlo adrede solo para jo-der-la. El imploraba paciencia inútilmente.
Alberto quedó solo en su habitación. Llamó a Laura. Le pidió que le trajera la botella de ginebra. Ella le contestó que no era conveniente, que ese estado tomara alcohol, le rogó que no la enfrentara con su madre. El le ordenó que lo hiciera, de todas maneras iría por sí mismo. Después de todo, sabía que ella era la única que acataría alguna orden suya. Obedeció, pero a escondidas.
- ¿Tu vaso?- preguntó Laura para servirle.
- Dejá, tomo un trago del pico…
- No. Te traigo un vaso
Laura se dirigió a la cocina. Los que estaban por irse desde antes del pedido, por la vergüenza que daba presenciar semejante situación, se estaban yendo de verdad. Se entretuvo en los saludos de despedida a los muchachos. Para cuando volvió con el vaso a la habitación del abuelo, este ya se había tomado todo el contenido de la botella que era más de la mitad de su capacidad. Ahora la enojada era Laura. Él dijo que se quería morir, ella dijo que ahora la iban a matar ¿Por qué me hiciste esto? Sin saber todavía todo lo que faltaba.
El se durmió muy pronto a causa de la borrachera. La noche se deslizó sin problemas. A la mañana siguiente Alberto despertó con muy mal aspecto. Se sentía mal, estaba pálido. Fue al baño y empezó a vomitar. Luego diarrea. Y las dos cosas. María Elena volvió a ponerse furiosa ¡Hacete cargo! Le gritaba a Laura. El cayó al piso del baño.
Recién en ese momento María Elena se dio cuenta que esto iba en serio. Llamó a una ambulancia, mientras Laura se ocupaba de dar el desayuno a sus sobrinos y ayudarlos a vestirse. Llegaron los médicos, dijeron que había que internarlo. Alguien tendría que acompañarlos. La madre le pidió que se fuera con los chicos a la casa de unos vecinos dentro del mismo edificio, en otro piso. Había que montar semejante cuerpo en una camilla y bajarlo por el ascensor.
Justo antes que empezara el traslado, Laura comenzó a bajar las escaleras con los chicos que no paraban de preguntar qué pasaba con el abuelo. Cuando iban por el cuarto piso, pasó el ascensor que llevaba al anciano atado a una camilla que colocaron parada porque era la única manera de que entrara en ese espacio. Mientras distraía a sus sobrinitos, miró hacia atrás y cruzó la última mirada con el. Y esa fue la despedida.
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