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Mensajes

-¡Eres una puta! – se decía, a sí misma, con un aire pesado de recriminación en el rostro ante el reflejo que proyectaba el espejo ovalado de su baño color rosa, aquella mañana tibia de sábado.
-Nunca se te pudo quitar lo “nalgas prontas”- de su voz salían esas palabras que la flagelaban, enfurecida y al mismo tiempo arrepentida, mientras aquellas facciones se humedecían con el agua que Ella vertiginosamente se propinaba para despabilarse, como si esa simple acción pudiera limpiarle la culpa que toda la noche anterior le había robado el sueño, como un duro pecado, vergonzoso e impío. Cada vez que miraba se concebía como una puta, pero de las peores, de las que se tiran al taloneo por gusto y no por mera necesidad.
Y es que aunque la lógica ordinaria de la costumbre la colocaba como la única culpable de aquella falta a su matrimonio y a sus principios de mujer casada con más de 40 años encima, en sus interiores y al observarse sinceramente, como en aquellos momentos, cuando el reflejo que le daba el espejo hacía muy bella cara, retadora del tiempo, con su fino acabo, su nariz hermosa de aristócrata, su boca perfecta limpia de vacios e impurezas, mar de perlas, y con su cabello rizo con los tientes de buena moda, entendía por natural , como un resultado justificado y obvio que ella aun fuera atractiva para los jóvenes –ardientes y ávidos de aventuras con mujeres como aquella, porque así lo habían miraban todos los días en el canal de las estrellas- gente con la que tenía que tratar ineludiblemente todos los días en su trabajo, en su oficina de burócrata. No obstante el remordimiento le perseguía, tan luego que terminaba de sonreírse al saberse observada, a su paso, por las inquisidoras miradas de sus compañeros de oficina. Sin embargo, esa alta vanidad tenía el precio de que inmediatamente no pudiera evitar sentirse vil, pues al coquetear tácitamente de esa manera, omitía egoístamente lo que era realmente su vida; su familia feliz que la esperaba cada noche en casa para poder cenar juntos, se odiaba por olvidar, así de fácil, los grandes elogios que le rendían sobre su matrimonio sus hermanas y cuñadas en las reuniones mensuales en casa de su madre.
Nadie sabía de aquel juicio que le hacía su conciencia, ni siquiera Vicky, su contemporánea y mejor amiga. Aunque en la última vez que se vieron ella casi se sentía tentada a preguntarle lo que le ocurría, lo que le tenía tan llena de preocupación, pues la miro durante todo ese rato absorta, pensativa e indiferente a lo que Vicky le contaba apasionadamente en torno a una mesa de café. Lo que su mejor amiga ignoraba era que ella se sentía una pecadora por sus conductas y deseos prohibidos de las últimas 2 semanas, que estaban más allá de todo límite por ella hasta ese momento permitido; pues, sin notarlo, poco a poco, ella correspondía a los flirteos del joven Gómez, recién licenciado en contabilidad, con ojos oscuros y mirada profunda, sonrisa agradable como el aroma que Ella respiraba cada vez que éste se acercaba a su escritorio para consultarle algo. La empatía fue tal, que él se atrevió inexplicablemente a darle una tarjetita la semana pasada proponiéndole cenar en su departamento y ella, fingiendo inocencia había escrito al reverso de aquel papelito rosa: “Sí, pero usted cocina”.
Pero en aquella mañana, al secarse el agua que le escurría, respiraba aliviada, pues esa loca idea que era la responsable de llenarle simultáneamente de emoción y temor su semana, había sido eliminada de tajo por Ella misma, pues el viernes, el día anterior, en la oficina de Gómez, su más bello subordinado, en su escritorio solitario estaba un oficio firmado por Ella, su jefa directa, donde se le pedía su renuncia porque “en el trabajo encomendado había mostrado poca eficacia y operatividad”. Esa acción efectuado por Ella, no consultado por nadie, aún inexplicable, acaso por su cargo de conciencia, le recuperaba la calma, pero no le eliminaba completamente la culpa, ya que si no hubiese sido por su visita a la Capilla de Jesusito Salvador, que estaba en su Colonia, Ella seguramente hubiera consumado el hecho de fornicación, a pesar del regalo que le había dado Dios: sus dos hermosas hijas y su marido fiel.
Entraba a su alcoba, lugar aburrido pero con mucha tranquilidad, el sitio preferido de la casa, ya que siempre había aceptado públicamente y en privado que el sexo de su marido era lo que ella mejor disfrutaba y la alcoba, en ese sentido, era la representación de lo que más disfrutaba del matrimonio. Era pues, desde que se casó, lo más dulce de su amarga monotonía. Sin embargo, era esa misma cama, ancha y cómoda, la que irremediablemente también le traía a la mente el recuerdo de Gómez; aquellos recuerdos embarazosos le traían la idea, otra vez, de arrepentirse de haber sacado de su vida a aquel joven apuesto, sin probar, aunque sea en una pequeña dosis lo que según sus amigas, eran emocionante en sobremanera; le invitaba a tomar el celular para mandarle un sucinto mensaje, donde lo citara en “el café plaza París” para ponerse de acuerdo e ir, inmediatamente -como se hacen las cosas de las que seguro habrá de arrepentirse luego de consumado el hecho- a un motel, hostal o cosa similar que pudiera guardar sin preocupaciones el secreto. ¡Qué lejos estaba la culpa con la que inicio aquel día! Estos malos pensamientos eran alentados y liberados sin censuras por la ausencia de su marido y de sus dos hijas en la casa; su esposo, esa mañana, rompió extrañamente con la tradición de los fines de semana de levantarse dos horas antes del medio día, hora justa para desayunar en calma y ver los resúmenes de futbol en la TV. Al salir, Ella no quiso intervenir, porque aunque se percato de la hora en que salía, aquel momento de soledad que le esperaba le daría tiempo, un respiro para pensar, de sacudirse –o de empaparse aún más- de ese sueño que le inundaba el pensamiento desde que lo conoció: la imagen del cuerpo desnudo de Gómez.
La decisión, que ahora se le figuraba como inevitable, de llamarlo, o de hacerle llegar un mensaje a su celular, se había fraguado en su mente al mirarse en su tocador, otra vez y notar de paso, que el perfume de su marido estaba abierto, prueba irrefutable, según Ella, de que Él, a su vez, también puteaba con el viejerio que miraba en el camino que iba de su trabajo a su casa. Era remota la posibilidad de una infidelidad, pero ella prefería una respuesta ambigua, que le convenía dudar, para justificar apagar ese purito, aliviar esa necesidad tan obstinada a realizarse en ella recientemente.
Sin pensarlo más, escribió en el celular:
“Tengo que explicarle el despido, nos vemos a las 6pm en el café plaza, sea puntual, gracias”
Lo tenía hecho, aquel mensaje, le daba consuelo y se sentía feliz, pero no podía eludir su responsabilidad, se concebía con un actitud de hipocresía, de poco valor; su lucha interna se extinguía cuando pensaba que el pecado desaparecería cuando ella se arrepintiera con el cura que la confesaba los 1eros domingos de cada mes, cuando nadie se enterara de ese suceso común que todas sus amigas, incluida la mocha de Vicky, hacían tan discretamente. Era además el inicio de renunciar al pase directo al cielo y resignarse a transitar unos mil años en la cárcel preventiva de cielo, que era el purgatorio y del que, sin dudarlo, más del a mitad de su familia, le iban a hacer compañía.
Y ya cuando el mensaje estaba listo para ser enviado, apareció de súbito, como un mensaje, una señal del los que acostumbra mandar el cielo, un brusco respingar de su celular, en sus manos todavía, que decía:
“Ma, mi papá sufrió 1 paro en el corazón. Estamos en el Hosp. Reg. Ven rápido, Por Fa”
La experiencia forzada de ser madre durante más de 25 años y el conocimiento de las costumbres de mala sorna que adoptan los hijos del nuevo siglo, le hacía inevitable pensar que aquel mensaje fuera producto de una mala broma de parte de la Peque, su hija menor para alegrarse el día. Llamó y lo confirmo, terriblemente lo confirmo, cuando la voz de su hija se quebró en el primer bueno que daba por respuesta.
¿Era eso un castigo divino? A Ella ¿estúpidamente se le olvido que a Dios todo lo puede ver, incluso las cosas que parecen ser las más íntimas como lo son los pensamientos de los hombres, sus deseos y sus omisiones? ¿Era el mismo grado de intensidad de castigo un pecado consumado que un conato de pecado? Todas esas cuestiones le angustiaban y entorpecían las acciones destinadas a vestirse, al mismo tiempo que le daban una carga pesada de amnesia que le hacía olvidar el camino a la puerta de su casa, las llaves del automóvil y hasta la ruta que tenía que seguir para llegar al Hospital a pesar de que por éste pasaba todos los días de camino hacia su trabajo. Los semáforos eran eternos, pasaban horas en rojo, el paso de los peatones le parecían imprudentemente lentos, su coche deportivo era más pausado que su marido ebrio yendo a la cama.
Manejando pensaba: después de ser una adúltera, ese mismo sábado, por sus feas intenciones, de algún modo, se convertía también en culpable de la muerte de su marido, como una asesina. Era increíble como por el deseo simple y llano de “coger” a un tipo que no era la gran cosa (siendo sinceros) toda su tranquilidad hogareña se destruiría. Cuan sabios eran los consejos del Padre Natario, el cura del pueblo de donde ella procedía, que recibía días previos a la hora de consumar su unión ante el altar de El Señor, de que el matrimonio era una bendición del cual hay que cuidar, porque cuando se descuida la ira de El Señor, nuestro Dios, era implacable. Además la soledad le daba miedo, qué haría sola a cargo de sus hijas. El mundo se le vendría encima. Tarde o temprano su familia sabría que el deceso fue una forma de castigo por los pecados de ella, que la condenarían al sufrimiento en la tierra por descuidar a su magnánimo marido, borracho de viernes de quincena, cierto, pero muy bueno. Y concluía que Gómez era un pendejo aprovechado, que si no fuera por ella, aquel tipo nunca hubiera hallado empleo en esa dependencia de gobierno, al fin ni tan bueno estaba, era feo y más con esa cara de buey en la cama que presumidamente ostentaba.
En el Hospital sus hijas lloraban desconsoladas, tanto que apenas pudieron decirle, en medio de lágrimas y muchos mocos, que su Pa estaba en estado de coma y que lamentaban que esto sucediera, entre otras cosas, porque tan nefasto suceso vino a terminar con la sorpresa que le tenían preparados ellos a su Ma, pues esa misma mañana los tres acordaron salir de compras para darle un regalo por su Santo, a realizarse el próximo lunes –evento que nunca celebraba, pero que era pretexto ideal para apapacharla- día que no recordaba y que lógicamente por eso la sorpresa iba a cumplir cabalmente con su propósito. Le relataron que justo cuando se distancio un poco de ellas, en aquella enorme tienda, sin grito previo ni ruido alguno, cayó de espaldas con todo y el vino tinto que llevaba entre manos. Para cuando terminaron la historia, la mayor, la más histérica, soltó un sollozo como de gata en brama, que causo que todas la enfermeras voltearan encolerizadas a hacerle el mutis condenatorio. Ella entró después de consolar a las chicas a la habitación donde reposaba Él, postrado, sin movimiento, en la cama, con los ojos cerrados, casi sellados, la boca entreabierta y seca, se pudo percatar que la edad le había hecho estragos irreversibles, acentuados todavía más por los efectos de su mar de canas en el pelo, la calvicie, fuente antes de mucho atractivo masculino, ahora como evidencia de lo lejos que estaban los tiempos en que Él le hacía el amor en todos los sitios que prestaban ocasión. Estando a solas le pidió en repetidas ocasiones disculpas por su conato de infidelidad, explicándole, claro, los detalles de ésta, atenuando detalles, satanizando al joven y justificando acciones de Ella por desatención de parte de Él; de cualquier modo, Ella bien sabía que eso era un ensayo de lo que le diría una vez despierto su marido, pues ahora sólo monólogos podría decir. Él no podía oír nada.
No pudo percatarse en qué momento las ganas de llorar se habían transformado en deseos de dormir. Luego de 1 hora, en el sofá dormía plácidamente aunque la noche no había llegado todavía. La mano de su hija la despertó, el tono bajo de su voz le dio la recomendación de que se fuera a casa, pues ahora resultaba inútil que esperará algo que los médicos pronosticaban como algo indefinido. Sin mayor alegato aceptó, un tanto por la pena de lo fatal que iba vestida y otro, por su aversión a los hospitales. Pescó lentamente como anciana el brazo de su hija para apoyarse y levantarse, se dirigió a la salida del lugar, sin decirles mucho a sus dos hijas que le platicaban que pronto la familia de Él ya vendría, pues estaban enteradas y se proponían a apoyar en lo que fuera a la pequeña familia. Firmó papeles que le dio una secretaria del lugar, explicándole en qué consistiría el servicio y cuanto le iba a costar. Al asentir, estiro las manos, casi mecánicamente para sostener las cosas que una enfermera con fea cara le daba: las pertenencias de su marido, le dijo. Ese hecho, por Ella fue interpretado como la representación más fiel de que, por primer vez desde de que Él se la robo hace 25 años, dormirán separados esa noche. Recibió la ropa con indiferencia y con desgano, como niño que recibe su vacuna. Después de conducir, llego a casa sin energías suficientes para llegar a su alcoba, porque la preocupación y el sueño le habían restringido la preocupación por alimentarse. Se recostó en el sofá. Al arrojar las cosas de su marido al sillón contiguo, el celular de Él cayó en el suelo estrepitosamente, tan rápido que el impacto del teléfono móvil a Ella le asusto.
Al hacerlo de su poder de nuevo, irreversiblemente, no pudo eludir los deseos tan imperantes de urdir en los secretos del celular de su marido, cosa que nunca antes había hecho, no porque Ella fuera muy respetuosa en esos ámbitos de confianza y de respeto, siempre tan cardinales para un buen matrimonio, sino porque su marido era tan transparente en su accionar que Ella conocía casi perfectamente todo lo que éste hacía y lo que haría, incluso cuando podría saber con precisión científica cuando tenía deseos de encerrarse en la habitación con Ella por largo rato y cuando no. Pero esto era una oportunidad para comprobarse a sí misma, la pureza, la fidelidad y la tan incuestionable lealtad de su esposo. Primero lo comprobó cuando en la agenda del aparato pudo cerciorarse que en la lista de números telefónicos no sólo se hallaba nombres bien conocidos, sino también incluso otros que no pensaba que tendría, por no ser de su incumbencia, como el número de la capilla del anciano Padre Natario y de la abuela de Ella. Pero la cosa cambio radicalmente cuando fue a la sección de los Mensajes, y aunque en la bandeja de entrada no se encontraban mensajes que pusieran en tela de juicio su honradez marital, no era lo mismo en la bandeja de los mensajes que habían salido de aquel celular. La calma se trunco al leer en un mensaje muy sospechoso una leyenda que decía:
Amor mío, no he podido salir de casa, las reglas familiares me lo impiden. Espero gozarte de nuevo, como la última vez. TQM
El número del destinatario era completamente desconocido por ella y por el celular: 2281325871. ¿Era posible? ¿Aquel gordo bancario, parco de habla y de hábitos tan intolerables como fumar indiscriminadamente en cualquier lugar, tan inoportuno con sus flatulencias en lugares tan sagrados como la mesa o la cama, era capaz de ser atractivo a alguien? Lo comprendía cuando recordaba que Él alguna vez ufano dijo en una cena a sus cuñados, que el atractivo en un hombre a sus años, no residía en su exterior, tan acabado por aventuras que habían sido relatadas en otros momentos por ellos mismo en torno a un litro de tequila, sino a lo que guardaba en el interior su cartera. Y añadía locuazmente, que el mejor afrodisiaco, la mejor feromona artificial, para atraer niñas que se portan mal, era el número de ceros que iban a la derecha de su cuenta de banco, aunque fuera únicamente la de retiro. No obstante de declararse consciente de esos conocimientos por Él tan divulgados y de la evidencia de ese mensaje tan revelador en su celular, no podía aceptar la posible infidelidad de su panzón marido, pues, además, sabía que Él a diferencia de Ella, nunca tuvo el temperamento tan ligero de fornicar con cualquiera y como sea, ni siquiera durante su breve lapso de 3 meses de noviazgo. Aunado a que Ella conocía escrupulosamente sus tiempos, lo que hacía Él en la semana y en cada hora del día, su marido no podía y no debía pero… ¿realmente lo conocía? Recordaba la sabiduría de uno de los dichos de sus tías abuelas que rezaba para su mala fortuna: “uno nunca termina de conocer a las persona”. Francamente lo dudaba. ¿Era verdad lo que le decían sus amigas, que los hombres al rebasar los 40 y casados, para demostrar a sus demás congéneres que aun tenían vitalidad sexual y para fortalecer su vanidad, tan menguada por la panza y otros males de entonces, tenían a bien buscarse un amante, joven, linda, no obstante del nivel avaricia que ésta les presentara? Para despejar esta y otras dudas, cada vez más difíciles de contestar, pensó en llamar, sin más a ese número. Dejó que sonara el tono de llamado, pero detuvo el intento, pues razonó que si lo hacía, su socia sabría que pronto su relación prohibida habría sido descubierta por la legítima señora. Tampoco decidió marcarle del número de Ella, tenía mucho que investigar, conocerla quizás, antes de que ésta se escapara y no supiera nadie de Ella, pensó la posibilidad de gente conocida, de la Prima Luisa, por ejemplo, la putona que usaba minifalda en todos los cumpleaños del abuelo y similares fiestas en las que terriblemente se la encontraban; en las que ella con un descaro jovial no paraba en ufanar su soltería y sus deseos de conocer gente y el mundo. Pero no, Luisa le gustaba el dinero, y no iba a poner en riesgo su prestigio familiar por la jodida cuenta de retiro de su viejo. Decidió irse a la cama y al día siguiente actuar con más sosiego y más mesura.
Fue un deseo difícil de concretar. Eran casi las 2 am y no podía conciliar el sueño. Se levantó varias veces de su cama, daba vueltas alrededor, primero, en su cuarto y luego, más tarde, en toda su casa. Miraba y miraba el celular, la posible prueba del derrumbe de su matrimonio, tan fiel y tan ambigua al mismo tiempo como una mancha de labial en una camisa de un hombre casado. No había otra alternativa solamente los sabios consejos de Vicky le darían orientación de qué hacer, sobre todo porque esa mujer de anchas caderas, había tenido la amarga experiencia de haber sorprendido a su marido dos veces, en pleno acto en su cama, con una de sus mejores amigas. Era una voz autorizada.
Para su buena fortuna Vicky no tuvo inconveniente en que Ella le fuera a visitar; su marido, el gruñón, no estaba en casa, se hallaba en reunión de negocios importantes fuera de la capital. Podrían hablar cómodamente de lo que fuera. Al abrir la puerta, le recibió a tono con la voz angustiosa que le pedía auxilio. Le hizo entender, en cuestión de unos cuantos minutos, de inmediato lo que había pasado, con detalles minúsculos, en las últimas horas, incluida también la historia de la atracción que sentía por Gómez y de las altas sospechas de la infidelidad de su marido.
-¡Es que no puedo creer que le valga madre 25 largos años de sacrificio, de momentos juntos; todo por una pinche lagartona, qué vaya a saber Dios de donde madre la saco!- le gritaba desconsolada Ella, al tiempo que Vicky con muchos esfuerzos le hacía señas para que bajará la voz. Y luego con mucho cuidado le inquirió – Pero amiga, no me acabas de contar que tú ibas a hacer lo mismo, de ¿qué te quejas?- ante lo cual le respondió indignada – ¡Sí mensa, pero yo me arrepentí a tiempo, yo sí hice caso a lo que mi razón decía no a mi calentura!-
Ese argumento le hizo sentir un poco la indignación que sentía su amiga en esos momentos, le recordó, como antes de descubrir a su marido siendo desleal, ella era incapaz de realizar semejante falta. La comprendía y fue entonces cuando le dijo, con el afán de disminuir su preocupación y su dolor: quizá sea un mal entendido, no creo que tu marido sea capaz. Ella no le oía, seguía elaborando hipótesis del por qué y del cómo de sus actos adúlteros de ese hombre que decía amar tanto. No obstante accedió pasar la noche con Vicky, mañana las dos resolverían que hacer para encontrar calma o confirmar el pecado de la deshonra.
Horas más tarde, al poco tiempo que el sol dio luz, Ella fue corriendo a la cama de Vicky, agitando las manos, quitando las cobijas y las sabanas le pidió que despertara, que atendiera a lo que le solicitaba.
–Ya tengo un plan, háblale tú, desde tu teléfono, no conoce tu número, finge que no sabes marcar y que… qué se yo, tú le inventas algo para sacarle el nombre, préstame tu grabadora, la que te regalo tu suegra, eso nos servirá mucho- le dijo.
Colocaron el altavoz y Vicky sin alternativa, se dispuso a abordar la tarea con Ella sosteniendo el aparato que grabaría la prueba irrefutable. Marcó, 2281325871, transcurrió un largo siglo para que se dejara oír el tono de llamada. Era la vez primera en que Ella oiría la voz dueña de aquel número y con esto pondría fin a los desvelos de la noche anterior. Deseaba fervorosamente que lo que descubriera en esos momentos sería una corroboración que comprobaría que todo era un afligido mal entendido y nada más. Pero no. Contestaron:
-¿Bueno, quién habla?- Las dos quedaron impávidas por aquellas palabras, no por el hecho mismo, sino porque el origen de las palabras inesperadamente no pertenecían a una mujer, cosa esperada a esas alturas del partido, sino de un gallardo varón. No tuvo más remedio Vicky que colgar enseguida, pues aquello se salía de los planes. Ocurrido esto, las dos quedaron en medio de un lúgubre silencio, mirándose, Ella con ganas de llorar y la otra sin entender nada.
Volvieron a llamar, más tranquila la voz de Vicky estaba y hasta más preparada.
-¿Otra vez?, qué desea, qué pasa- el tono de la voz se torno a ser agrio e intolerante.
-Eh, disculpe, es que en el teléfono de mi hija apareció éste número y…- Vicky con paciencia artesanal intentaba hallar una razón lógica, pero fue interrumpida otra vez.
-Mire señora, no estoy para jueguitos, no me esté molestando por favor- parecía que ésta iba a ser la respuesta final de tan breve charla, sin embargo Vicky insistió.
-¿Es el 2281325871?- dijo
-Sí, sí es, pero tengo que decirle que yo no conozco a ninguna mujer de esta ciudad ni mucho menos he salido con alguien, deje de molestar, tengo mucho trabajo, usted me está confundiendo- sentenció con ganas de colgar lo antes posible.
-Perdone no es mi intención, colgaré, dígame antes, por favor, con quién tengo el gusto- le preguntó como último recurso para sacarle lo que realmente le interesaba.
-¡Uf! ¡Qué gente! Me llamo Enrique Córdova y es la última vez que le acepto la llamada, buenas tardes… Ah y créame, yo no puedo salir con ninguna mujer, estese tranquila- exclamo con mucha fuerza en la voz. Y Vicky por el hecho que adivinaba dejo que colgará. Estaba claro.
A Ella le hizo llorar a cantaros aquella frase de que “Él no había salido con ninguna mujer recientemente” ¿Y que no podía salir con ninguna mujer?
-¡Vicky, mi marido es un pinche maricón! ¿Entiendes lo que significa esto?- le decía en medio de litros de lágrimas escurriéndole por el rostro- Ahora entiendo porque tanta mojigatería, siempre tan calladito y tan emocionado con sus amigotes, por qué nunca me lo dijo, yo hubiese aceptado y hasta a un acuerdo hubiéramos llegado- sollozaba con actitud de reproche, ante la impotencia de aconsejar de su amiga Vicky.
-Me hace sufrir este pendejo, ay, ojalá que se…- y en el justo momento en que se avecinaba la maldición mortal, como sed de venganza, el sonido del bip de su celular llenó toda la sala de su amiga. Rápido atendió la llamada, al otro lado de la línea su hija que le decía: “Mami, mami, mi papá, mi papacito acaba de despertar, bueno, no ha despertado completamente, pero sus ojos ya abrió, dicen los doctores que… bueno, vente rapidito aquí te explicamos”. Colgó sin esperar la respuesta de su madre, no por ser irrespetuosa, sino porque era elemental pensar que por ser su esposa, Ella estuviera más contenta que sus dos hijas juntas. Irónicamente no era así.
Ahora el camino al Hospital se le figuraba muy corto. No quería llegar, ya no lloraba como antes, ahora su semblante daba la apariencia de rencor, de repudio a todas las cosas de la carretera. La indignación era tanta que miro 4 veces su teléfono para llamarle a Gómez, para decirle que esa misma tarde de Domingo disfrutarían de una noche de pasión extrema. Quería demostrarse a Ella y al mundo que sí era atractiva para muchos hombres, que varios de la oficina y fuera de ella, darían la vida por unas horas a su lado. La mirada en el retrovisor le confirmaba que era muy sensual y que bastaría con sonreír a cualquiera para hacerlo rendir a sus pies a su antojo. En el fondo, sabía que exageraba, que no era la misma de antes. ¿Era razón suficiente su cuerpo delgado y flácido, para que su marido encuentre atractivo mejor en un hombre que en ella? ¿Él, como muchas de sus amigas contaban, fingía en placer a la hora de entregarse con su esposa? Qué indignante le era pensar todo aquello, sentía que el corazón se le derrumbaba, sobre todo por siempre pensó que a su marido, en el terreno sexual, estaba más que satisfecho. Todo era una cruel mentira.
Para cuando llegó al lugar donde había sucedió el milagro, el recibimiento de sus hijas hicieron contrastar mucho la actitud de indiferencia de la madre. Entraron a la habitación para que ella pudiera constatar el milagro. Otra vez, como la primera ocasión decidieron dejarla a solas con el enfermo, aunque en esta vez Ella no lo había siquiera insinuado. Cuando por fin los dos se hallaban en la habitación, transcurrió un silencio largo. No acertaba qué decirle, ni cómo abordar el tema, no sabía si ese era el momento más oportuno, o era preferible esperar, esperar. No pudo más, el deseo ardiente del reproche pudo más que cualquier otro principio de civilización. Él solamente, con harta dificultad apenas podía mover los ojos a donde ella caminaba. Su mirada, como de desesperado, le revelaba que Él quería decirle muchas cosas, entre ellas que Él pudo oír lo que Ella en la última ocasión le había dicho, pero que no acertaba a saber si aquello era parte de un sueño, producto de la anestesia o de su delirio de enfermo.
-¿Con qué siempre me engañaste? ¿Hasta cuándo pensabas mantener este teatrito? ¡Ya lo sé todo, sé que eres un pinche depravado que se anda revolcando con puros maricones!- Le escupía las palabras para que aquel acento que le daba a cada palabra le transmitiera fielmente la rabia que Ella sentía y también, por qué no, el dolor que le producía. Por su parte los ojos de él parecían salir de orbita, eran mudos los esfuerzos de él para mover la boca, ella no sabía de la impotencia que él sentía para poder por lo menos mover una mano y detener ese bombardeo que vaticinaba como largo y duro.
-Yo ya lo sospechaba. Pero nunca pensé que el hombre más recto, el que se vanagloriaba de ser un Córdova, resultará ser un puto. Las apariencias engañan. En fin- detuvo los reproches de sopetón, para tomar aire y no dejar escapar las lagrimas. Tomó asiento junto a la cama de él, como para que las palabras no fuerana tardar mucho en llegarle. Se tapó la mirada con la mano e inclinada, volvió a decirle sin mirarlo esta vez.
-Nuestro matrimonio no podrá continuar así. Yo quiero que pasando toda esta cosa, pensemos en cómo nos podremos de acuerdo. Por supuesto que la mitad de tu salario vendrá para mis hijas y para mí. No pienso fomentar tu putería con el dinero que es para el desarrollo de mis hijas. De la casa me puedes correr si quieres. No es tan linda como piensas. Pero eso sí, ni piensas que te voy a dejar mi coche, yo lo compre con mi esfuerzo, mi salario y mi ahorro. Ve pensando que ropa te vas a llevar, porque toda la que tienes, papacito, yo te la compre- Y en el momento en que ambos pensaban que la lista de culpas terminaba ella remato la sentencia diciéndole- Quédate tranquilo, que si bien al inicio no podría contener mi ira, ahora he llegado a un estado de calma civilizatorio. De hecho desde hace tiempo he venido saliendo un chico de l oficina, un tipo guapo, con una cara hermosa y un cuerpo espectacular. ¡Con un aroma…! ¡Ay, para qué te cuento, no vaya a ser que terminando tu curación vayas a querer conocerlo y me lo quieras bajar…! Y sí vieras que rico me hace el amor. Su mejor virtud es en darme variedad en la cama, con fuerza y ternura al mismo tiempo. ¡No con pretextos y vueltas como tú dizque me lo hacías!- Finalizo.
Cuando vio fin aquel recital de condenas y de mentiras. Ella, fuera de todo pronóstico, soltó un llanto tan fuerte que fue capaz de llegar a los oídos de su hija la Menor, que corriendo sin tocar la puerta entró rápidamente. Preguntándole que le ocurría, tomó la mano de su madre y se hinco junto a Ella.
-No, no es nada hija, cosas de la vida, cosas de la vida- suspiro largamente, simultáneamente que sostenía una mirada como de bruja a su marido.
-Ya mamá, no es para tanto. Estas pruebas las pone Dios en nuestro camino para que nos unamos más y nos fortalezcamos como familia. No te preocupes, pronto todo va a pasar- le decía su hija como si ella fuera la mamá y tuviera más grado de sensatez que su propia madre.
-Sí, hija tienes razón. Dios aprieta, pero no ahorca. Qué más puedo pedir, sí las tengo a ustedes que son tan lindas. Y por cierto, ¿dónde está tu hermana?-
-Ay mamá esa es la otra cosa que te quería decir. Esta loca qué anda haciendo tonterías- su hija le decía con pocas ganas de ser ella la culpable de revelar algún secreto mortal.
-Anda dime hija, no ves que por todo esto tengo los nervios de punta- le dijo la madre.
-No, no es nada grave, nada que valga la pena, sólo que…- no se atrevió a decirle que su hermana salía con un joven que conoció en su viaje de misioneras de Cristo a la que su propia madre le había obligado a ir. Pero lo peor, es que ese joven, buen prospecto para muchas, no era una persona común y corriente, ya que mucho de su vida la había entregado para seguir a Jesucristo, a ser padre.
Cuando, luego de tanta presión y de prometer que su hija no sabría quien habría sido la delatadora, La Peque, le platicó todo. Su madre se quedó pasmada y le dio miedo que su hija la Mayor, la que prometía más, incluso, sobre la misma Peque, pudiera no terminar con sus estudios para Doctora, todo por un amor que era pasajero y que no tenía futuro; porque ella, como devota cristiana, sabía bien que los padres una vez fuera de la senda del señor, muy probablemente perderían el rumbo, y más que otra cosa, porque no sabían hacer mucho, y sí lo sabían en el mundo de los mundanos, de los hombres pecadores, su vida teológica se reducía a cero completamente, sus estudios no tenían respaldo jurídico como para encontrar trabajo. Ese era el castigo que los dos tenían que asumir por sus pecados respectivos su marido y ella. Aquí ya no valía para nada quién tuvo más peso en la decisión de Dios para castigarlos con la mala suerte de sus hijas, el hecho estaba a punto de realizarse.
En el instante en que las dos mujeres, madre e hija se hallaban abrazadas y el padre con los ojos bien cerrados pero atento a lo que pasaba, la hija mayor entró al lugar con una sonrisa que no podía disimular. La Madre midió sus acciones y no quiso estallar en reclamos, como era su idea inicial, a la tan cuestionable relación que llevaba a escondidas. Pensaba que ese camino tan torcido que llevaba al relacionarse con un sacerdote de la Iglesia Católica, era por la mala influencia de su padre, seguramente ese flaqueo moral, lo había aprendido de su padre, de ella no, hasta hace poco se había estrenado como pecadora y solamente de pensamiento.
-¿Qué pasa? Parecen que no les da gusto que mi padre haya abierto los ojos- dijo con un tono dulzón para evitar las miradas tan fuertes que le fijaban las dos mujeres.
-¿De dónde vienes Cristina?- le dijo casi gritándole su madre.
-De por ahí, de ver unas amigas- le respondió.}
-Ya Cristina, no finjas, le he dicho todo, perdóname- irrumpió la Peque con un dejo conciliador para ambas.
-Pinche rajona… entonces yo les voy a contar de las pedas que te revientas los fines de semana cuando según te vas a hacer la tarea con Tania y no sé con cuantos pendejos coges- con una reacción poco oportuna y con gritos que salían fuera de contexto, las dos hermanas comenzaron a amenazarse con dar un cuarto al pregonero y divulgar más secretos de ambas. Las interrumpió con fuerte voz su madre y las hizo guardar compostura. Como si no tuviera suficiente la pobre mujer. Y volvió a colocar el rumbo de la preocupación inicial, aunque luego, más tarde pondría en el banquillo a las dos. Le pregunto con palabras más sosegadas sobre si era cierto que sostenía una relación con un Cura, ante lo cual con un llanto desmedido, Cristina afirmo todo, justificando que su amor era puro y cristalino. La Madre ya no lloraba, se le habían acabo las lagrimas y las ganas de hacerse la víctima. –Quiero conocerlo, tráelo pronto, quiero saber quién es- le ordeno.
Sin rendir explicaciones, salió del cuarto de hospital y volvió a la sazón de 5 minutos pero esta vez de la mano de un tipo alto, con cabello rubio y ojos grises, su vestir modesto no hacía disminuir su cuerpo varonil y correcto. Era harto joven y no se mirada, siendo fieles a la verdad de la apariencia, mala persona.
-El es, mamá, se llama Enrique, Enrique Córdova- le extendió la mano para que las dos personas se saludaran, mas su madre, al recordar el nombre, se le congelo la mano. Su mirada lo inspeccionaba minuciosamente esperaba a que éste abriera la boca y dijera algunas palabras.
-Perdone señora, no es el momento pero su hija insistió tanto que… aquí me tiene- Dijo el ex cura de un solo jalón. Y sí, sí era la misma voz, recordaba al momento que ella tenía en sus manos, la grabación de la voz de la mañana, de hace unas horas y… estaba confundida. ¿Sería capaz su marido de presentarle su amante a su propia hija? ¿La relación de este tipo era simultánea con ambas personas? ¿Su marido (ex) y su hija, estaban sabedoras que ese hombre mantenía relación con las dos? Pensó: esto está fuera de toda tolerancia moral. Casi se desmayaba pero se volvió a sentar y no dijo nada a nadie, no lo podía creer.
-Mamá, cálmate, la cosa no es tan fatal como crees, Enrique es un hombre bueno, si esto se dio es porque Dios hizo así lo quiso. Mi papá ya lo sabía- le decía la hija, y cuando dijo aquello, su madre, que en esos minutos cubría su cara con sus dos manos, se levanto y se le quedó mirando, pero no acertó a decirle nada. Su hija prosigo –Sí mamá, mi papá ya sabía, desde el jueves se lo dije- y acercándose al catre de su pobre padre que oía con una paciencia obligatoria, le pasó su mano por su rostro pálido y cansado. Y prosiguió- Si gracias a Él todo esto fue posible, pues ya que sin su ayuda, nada hubiera pasado- La madre ahora sí lloraba con mucha vehemencia, como queriendo llamar la muerte. Y su hija puntual dijo- Pero tú también madre hubieras ayudado si me hubieras comprado el celular tan padre que te pedí desde hace tiempo, y no anduviera pidiéndole al pobre de mi padre el suyo para mandarle mensajes a mi novio a cada rato.

Texto agregado el 13-11-2009, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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